Joaquín Sabina, en silencio: la decadencia de un genio que escribió con cocaína y sangra poesía 💔⚰️
Joaquín Sabina siempre dijo que nunca estaría de moda… y por eso jamás pasaría de moda.
Pero hoy, la leyenda que alguna vez convirtió la tristeza en canción y la cocaína en inspiración, ya no sube con soltura a los escenarios.
Tiembla.
Camina lento.
Habla bajo.
A sus casi 80 años, el trovador más sucio, tierno y humano de la música española vive una existencia que, por primera vez, parece más gris que gloriosa.
Desde su infancia, su vida fue un ensayo general para el dolor.
Hijo de un inspector de policía franquista, Sabina creció entre la represión y el fuego interno de la rebeldía.
Escribía poesía antes de cumplir los quince.
A los veinte, arrojó un cóctel molotov contra un banco.
Su propio padre recibió la orden de arrestarlo.
Lo salvó el exilio.
Londres, en los años 70, fue su refugio, pero no su redención.
Vivía como ocupa, componía en cafés marginales y dormía donde podía.
Era pobre, pero libre.
Y en esa libertad, Sabina encontró su voz.
Irónica.
Melancólica.
Letal.
Cuando regresó a España tras la muerte de Franco, lo hizo como un fantasma con guitarra.
Se casó para evitar el servicio militar.
Cantó en bares anónimos hasta que su voz rasgada encontró eco en los corazones rotos del país.
Su primer gran éxito fue Pongamos que hablo de Madrid, pero su consagración llegó con 19 días y 500 noches.
Y ahí está la tragedia: ese álbum no se escribió con tinta, sino con polvo blanco.
“Sin cocaína no lo habría podido escribir”, confesó recientemente.
Duro.
Crudo.
Honesto.
Lo que para otros artistas es vergüenza, para Sabina fue siempre verdad.
Y esa verdad lo llevó al límite.
Entre 1999 y 2001 vivió como si la vida no tuviera consecuencias.
Pero sí las tuvo.
En agosto de 2001, sufrió un ictus.
El cuerpo se quebró, pero el alma se desplomó aún más.
Vino una depresión que lo encerró durante cuatro meses.
No hablaba.
No escribía.
No salía.
Lo que parecía una caída más fue, en realidad, el principio del fin.
Aunque volvió a grabar discos y hacer giras, su voz ya no era la misma.
Ni su cuerpo.
Cancelaciones constantes.
Episodios de laringitis, vértigos, tromboflebitis, depresiones que lo arrastraban al fondo sin previo aviso.
En 2020, durante un concierto con Serrat, se cayó del escenario.
Día de su cumpleaños.
Hombro roto.
Hematoma craneal.
Cirugía urgente.
Su público gritó.
Él no.
Quedó en blanco.
Fue como si el universo le dijera: basta.
Y sin embargo, Sabina no supo parar.
O no quiso.
Porque cuando todo está escrito con sangre y humo, abandonar se siente como traición.
Aun con la voz temblorosa, volvió.
En 2023 se estrenó Sintiéndolo mucho, un documental devastador que lo muestra sin filtros.
Un hombre roto por dentro.
A ratos divertido.
A ratos devastado.
“Envejecer es una mierda”, dice con una sonrisa que no llega a los ojos.
La frase se repite entre sus seguidores, pero en su boca no suena graciosa: suena a epitafio.
Su única tabla de salvación ha sido Jimena Coronado.
La fotógrafa peruana que llegó para retratarlo y terminó reconstruyéndolo.
Se convirtió en su compañera, su guardiana, su esposa.
“Sin ella estaría muerto”, confesó.
No es una metáfora.
Literalmente, lo rescató.
Cambió las cerraduras, alejó a los vampiros emocionales que lo rodeaban y le devolvió una rutina.
Una normalidad que a él le sabe a poco, pero le da vida.
Aun así, la herida sigue abierta.
Sabina, que escribió sobre ladronas de besos y mujeres huracán, hoy vive con la nostalgia como única droga permitida.
“Siento nostalgia por la cocaína”, dijo.
No porque quiera volver.
Sino porque sabe que sin ella, no habría parido ese disco que lo convirtió en eterno.
19 días y 500 noches fue un milagro… y también una maldición.
Un disco que le costó la voz, la salud y casi la vida.
Ahora lo que queda es el eco.
El eco de un hombre que cantaba para los que lloran en silencio.
Para los que aman sabiendo que se va a romper.
Para los que alguna vez quisieron morirse de amor… y no lo hicieron.
Y ese eco, aunque triste, sigue siendo verdad.
Como él.
Triste.
Doloroso.
Irresistible.
Porque hay algo que ni el ictus, ni la caída, ni los años le han quitado: la autenticidad.
Sabina es su obra.
Y su obra es su vida.
Una vida que fue demasiado intensa para durar, pero demasiado honesta para olvidarse.
Al borde de los 80, ya no canta como antes.
Pero si escuchas bien… su silencio también tiene música.
Y esa música, amigo, aún duele.