De “Teresita” a mito viviente: la revelación que cambia cómo miramos sus últimos años

🕰️ De “Teresita” a mito viviente: la revelación que cambia cómo miramos sus últimos años 💔🎭

Roberto Lamarca

Todo comenzó con un ritual íntimo: una niña se sentaba frente a la radio y hacía un trato secreto con las voces.

Ellas la acunaban; ella prometía devolverles vida algún día.

Antes de que supiera leer contratos o medir rátings, ya afinaba a los tres años; antes de comprender la palabra “industria”, atravesó los pasillos del canal 5 de la mano de su padre, técnico orgulloso que la empujó al borde del escenario para que viera el abismo de cerca y no se asustara cuando llegara su turno.

La infancia fue breve: a los diez, la muerte de su madre dejó una silla vacía y una consigna grabada a fuego —no abandones el sueño—.

Caridad obedeció como se obedecen los juramentos: sin ruido.

Mientras otros niños corrían y se ensuciaban las rodillas, a ella la sentaban derecha y le pedían cantar.

Aquella “protección” en las fiestas, ese trato de porcelana, fue el primer precio de la vocación.

Aprendió pronto que el amor del público abriga y quema.

En pantalla, la fueron nombrando con diminutivos —Teresita, Florcita, Rosita— como si el país temiera que creciera y dejara de pertenecerle.

Detrás, la disciplina de un soldado: letras memorizadas, máscaras ajustadas, una naturalidad tan trabajada que parecía milagro.

Apenas joven, entendió otra verdad: el talento sin dignidad es un contrato en blanco.

Cuando pidió un aumento y Benevisión le cerró la puerta, no dudó.

Dejó los papeles firmados, respiró hondo y cruzó la calle profesional hacia Radio Caracas.

“Renuncié en el acto”, recordaría.

No era rabia: era pulso.

Caridad Canelón descubrió su vocación actoral a los 5 años - La Voz

Vinieron giras teatrales asesinas por el país, fines de semana cargando al hijo pequeño, hoteles de paso y noches de sudor compartido con el público que, sin saberlo, la adoptó.

Allí, fuera del glamour, se templó el acero.

El salto definitivo no llegó con un protagónico anunciado, sino con una química impredecible: sesiones fotográficas con Orlando Urdaneta, destellos en ojos que se reconocieron y un corte editorial que derribó un prejuicio de época.

En 1981, su rostro moreno, sus rasgos de mujer de barrio, su belleza sin cliché encabezaron Elizabeth.

Esa tarde, sin discursos, la televisión venezolana abrió una puerta: la protagonista ya no tenía que parecer extranjera para merecer el cuento.

El público no solo aplaudió la historia; se reconoció en su piel.

El antagonista no fue un villano con bigote, sino la enfermedad, la vida misma desafiando al melodrama.

La música, los parlamentos, la dirección: todo conspiró para que ella no solo actuara, sino que permaneciera.

La actriz también inventó modas lingüísticas: aquel “tombo” en boca de un personaje se volvió calle, prueba de que su verdad escénica cruzaba pantallas.

Cuando la llamaron para no ser protagonista, aceptó igual: el oficio por encima del ego.

José Ignacio Cabrujas le entregó a Dulce María y ella arrancó el papel de cualquier manual, lo llenó de matices y lo dejó irrepetible.

Después llegó el vértigo de probarse del otro lado: Constitución Méndez, una villana tallada con bisturí.

Se fabricó el cabello, los trajes, la mirada; aprendió a caminar con el peso de una mujer que manda, no que suplica.

Descubrió que actuar no es explicar ni juzgar: es habitar.

Entre proyectos, Caridad enseñó sin pontificar.

Una miniserie con Menudo la mostró guía paciente de niños que ensayaban como adultos.

En Chao Cristina brilló sin ocupar el centro, demostrando que un rol “secundario” puede sostener un edificio.

Una y otra vez, la vida la puso en lugares que otros habían rechazado —cuando Marina Baura se movió, ella entró— y el destino, lejos de humillarla, la coronó a su modo: con trabajo bien hecho.

En 1995, mientras otra actriz interpretaba a la misma beata en otro canal, eligió no pelear el espejo.

Hizo su versión y dejó que el público decidiera.

Caridad Canelón - Alchetron, The Free Social Encyclopedia

Ganó la serenidad: lo inolvidable no discute.

La mujer detrás de los aplausos, sin embargo, cargaba una cronología áspera.

Madre a los 17, aprendió temprano a conciliar hambre, culpa y horarios.

El cuerpo que el país creía suyo era casa de dudas que no cotizaban en prime time.

Amó a Roberto desde una amistad añejada; construyeron una complicidad sin gritos, de teatro y sobremesas.

Cantó cuando el corazón se le desbordaba, pero rara vez como “Caridad”: prefería cantar detrás del personaje, como si el escenario fuera una máscara compasiva.

En solitario, la voz le temblaba por razones que la fama no resuelve: el miedo a estar desnuda sin libreto.

Llegó también el lado oscuro de la profesión: el mandato de repetir el éxito.

Tras Señora, cada proyecto venía con la sombra de “hazlo otra vez”.

Algunas obras no cuajaron y ella lo aceptó como antídoto de vanidad.

Gardenia, en cambio, la reencaminó a la certeza: lo que se hace con verdad siempre encuentra su lugar.

A ratos, su carrera se sintió como un tablero movedizo entre canales, presupuestos y caprichos; aun así, nunca negoció el respeto por la audiencia.

Ese pacto —mirar a los ojos sin mentir— explica por qué décadas después la saludan como si fuera familia.

Entonces ocurrió el giro que nadie quiso mirar de frente: la pausa en la producción de telenovelas.

Los foros acabaron en silencio, los pasillos se vaciaron, y un país que se contó a sí mismo durante generaciones en capítulos semanales dejó de reconocerse al encender el televisor.

Allí se escribió la tristeza que no sale en entrevistas: la de una actriz que necesita el escenario como oxígeno y que, aun así, aprende la gramática de la quietud.

Extraña el rodaje diario, la camaradería, el olor del maquillaje a las seis de la mañana, la risa cómplice con técnicos y utileros.

Extraña, sobre todo, esa frase que vale más que un premio: “Gracias por acompañarnos”.

Hoy la vemos distinta: no derrotada, sí más honda.

La niña que se prometió a la radio sostiene su promesa en voz baja.

Caridad Canelón Archives - RumbaPuntaCana Internacional

Camina con la precisión de quien conoce cada grieta del piso; mira el pasado sin melancolía cursi y el futuro sin ingenuidad.

Lleva el duelo por una industria en pausa y, a la vez, el orgullo por haberla empujado hacia lugares más anchos.

Porque antes de ella, muchas quedaron fuera del retrato; después de ella, el espejo se pareció más a la gente.

¿Es triste cómo vive? Triste es el país sin su fábrica de relatos, el set sin cables y sin gritos, la costumbre de almorzar con una historia que ya no llega.

Lo suyo es otra cosa: una elegancia a contraluz.

Sigue siendo la que improvisa una frase que se queda a vivir en la calle, la que prefiere un papel bien escrito a un cartel con su cara, la que entiende que el aplauso no es una deuda sino un milagro prestado.

Y cuando algún fan la aborda, ella devuelve con la calma de quien ya lo aprendió todo: la televisión pasa; la gente queda.

Tal vez por eso su figura duele y consuela al mismo tiempo.

Porque encarna la fuerza bajo la fragilidad, la rabia que no grita, la esperanza que no se vende.

Y porque, aunque la maquinaria esté detenida, su legado sigue encendido en esa zona íntima donde los personajes se vuelven familia.

Si alguna vez creímos que la vejez de una estrella es un apagón, miramos mal: es un dimmer.

Ella eligió bajar la luz sin perder la escena.

Y en esa penumbra consciente, su verdad brilla más que nunca.

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