Protesta y quiere exhibir como si… Durante décadas su figura se alzó como un pilar imponente de la fe; vestía de blanco inmaculado, hablaba con calma sobrenatural y millones lo aclamaban como el apóstol de Jesucristo.
Naasón Joaquín García no era solo el líder espiritual de La Luz del Mundo, sino una presencia casi divina ante sus fieles.
Sin embargo, a los 56 años, todo se quebró.
Ya no había multitudes coreando su nombre.
Ya no había coros celestiales ni túnicas bordadas.
Solo una celda silenciosa y una confesión que lo cambió todo.
Dicen que durante una madrugada en el penal le susurró a un guardia algo que todos empezaron a comprender: por qué aquel silencio durante tantos años, qué lo llevó tras tanto poder, tanto blindaje mediático, a admitir finalmente lo que todos sospechaban.
Esta es la caja que mantuvo cerrada durante más de dos décadas, y al abrirla, lo que descubrimos sobre Naasón Joaquín García no solo redefine su legado, sino que revela la fragilidad humana detrás del poder disfrazado de fe.
Naasón Merari Joaquín García nació el 7 de mayo de 1969 en Guadalajara, Jalisco, México, en el seno de una de las familias más poderosas del universo religioso latinoamericano.
Su padre, Samuel Joaquín Flores, era el líder absoluto de La Luz del Mundo, heredero a su vez de la autoridad mística de Aarón Joaquín González, fundador del movimiento en 1926.
Desde la cuna, Naasón fue tratado como un elegido: destinado no solo a predicar, sino a gobernar almas.
Su infancia transcurrió entre rezos, ceremonias y jerarquías que lo colocaban por encima de otros niños.
Cada paso observado, cada palabra corregida, cada gesto moldeado bajo la expectativa de grandeza.
A los 8 años ya era llamado hijo del siervo de Dios.
A los 15 acompañaba a su padre en giras internacionales, un príncipe espiritual en formación.
Aprendió a hablar con cadencia, a sostener la mirada sin titubeos, a proyectar que cada palabra provenía de lo alto.
No se le educó para dudar, sino para mandar.
En su adolescencia daba discursos frente a auditorios abarrotados de fieles que lo miraban con admiración y temor reverente.
Para algunos era el nuevo Moisés, para otros un joven que repetía lo que se esperaba de él.
Pero fuera de las cámaras, Naasón también experimentaba el mundo como cualquier joven.
Era reservado, sin amigos íntimos, protegido por una burbuja de respeto más impuesta que ganada.
Las mujeres lo observaban con curiosidad, pero pocas se atrevían a acercarse: la línea de lo sagrado lo separaba del resto.
A los 20 años fue enviado a Estados Unidos para expandir la iglesia en California.
Allí conoció a comunidades diversas, aprendió diplomacia y carisma, pero también los primeros rumores y miradas incómodas: grietas que permanecerían ocultas durante años.
Se casó con Alma Zamora, mujer nacida dentro del movimiento; su boda fue presentada como unión espiritual perfecta, una familia modelo que reforzaba la imagen de perfección.
El 8 de diciembre de 2014, tras la muerte de Samuel Joaquín Flores, Naasón fue proclamado nuevo apóstol de Jesucristo.
No hubo elecciones, solo una coronación espiritual.
En sus primeros años al frente, la Luz del Mundo se expandió sin precedentes.
Megaeventos en México, Estados Unidos, Colombia, España y Nicaragua reunían a cientos de miles de personas.
La ciudad de Guadalajara se paralizó frente a sus templos, donde miles caían de rodillas ante su paso.
Parecía invencible, inalcanzable.
Pero tras el espectáculo, surgían murmullos: gastos excesivos, donaciones desviadas, decisiones secretas y control sobre cuerpos y voluntades.
Nas proyectaba humildad, pero vivía como un monarca: mansiones en Texas, vehículos de lujo, seguridad privada, jets particulares, todo sostenido por los diezmos de fieles humildes que depositaban su fe y esperanza en bendiciones celestiales.
En 2018, un informe anónimo empezó a circular, detallando supuestos abusos cometidos por altos mandos de la iglesia, incluyendo a Nasón, contra jóvenes dentro del movimiento.
La mayoría de los fieles lo rechazó como ataque satánico, pero para algunos medios fue la chispa que encendió la sospecha.
El punto de inflexión llegó en junio de 2019, cuando fue detenido en Los Ángeles por cargos de violación, tráfico de personas, posesión de pornografía infantil y abuso sistemático.
La imagen del apóstol se transformó en la de un reo esposado, vestido de naranja, y el mundo entero fue testigo de la caída.
Desde la cárcel, Naasón negó todos los cargos, argumentando conspiración religiosa y ataque a la libertad de culto, mientras decenas de fieles hacían vigilias por su liberación.
Pero las víctimas comenzaron a aparecer, jóvenes que rompieron años de miedo y describieron abusos disfrazados de rituales sagrados, amenazas y un sistema diseñado para silenciar.
Las autoridades descubrieron material gráfico demoledor que reforzó los testimonios.
La narrativa de persecución religiosa perdió fuerza, y el juicio se convirtió también en un proceso de confrontación con su propia conciencia.
La caída desde el pedestal dorado era estrepitosa: el apóstol del siglo XXI enfrentaba la evidencia y su responsabilidad.
En 2022, se declaró culpable de tres cargos graves y fue condenado a 16 años y 8 meses de prisión.
Para la justicia, la verdad había salido a la luz.
Para los fieles, el mundo se partió en dos: unos lo negaban, otros comenzaron a despertar, y el imperio espiritual empezó a tambalear.
La vida en prisión es diametralmente opuesta al lujo del pasado: un catre de metal, rutina estricta y un hombre enfrentando consecuencias que parecen infinitas.
Mantiene contacto con pocos familiares y alterna entre escribir, leer libros religiosos o mirar al vacío.
Fuera de los muros, la Luz del Mundo sigue operando con estructuras formales y un consejo que insiste en que el apóstol sigue siendo elegido por Dios.
Las congregaciones continúan, pero las generaciones jóvenes ya no miran con los mismos ojos.
Hay templos medio vacíos, familias divididas y víctimas que exigen justicia.
En las cartas filtradas desde prisión, Naasón mezcla resignación y defensa, agradeciendo a los que aún lo apoyan, pero nunca reconociendo directamente el daño causado.
Hoy, Naasón Joaquín García es una paradoja: ensalzado como santo, caído como criminal y aún adorado por miles.
Su vida actual no es pública, pero su legado sigue siendo un campo de batalla entre fe y evidencia.
La historia de su caída no es solo la de un líder religioso, sino un espejo roto de poder, obediencia y silencio.
Su confesión, aunque tardía y parcial, marca un antes y un después en la Luz del Mundo y en cómo entendemos el culto a la figura humana.
La fe no debe cegar, sino alumbrar; y la justicia no es enemiga de la fe, es su más alta expresión.
Quizás, en medio del silencio de su celda, Nasón comienza a entender que el poder no lo era todo, que entre himnos y templos olvidó lo más simple: la dignidad del otro.
Tal vez algún día escriba no una defensa, sino una disculpa.
Tal vez no.
Pero nosotros, como sociedad, debemos escuchar a los que antes no fueron escuchados y recordar que la fe no puede ser excusa para el silencio ni para la impunidad.