💔 “El depredador de los caminos: el caso que rompió el silencio y destapó el horror en un país entero” 🕳️
La historia de César Armando Librado, conocido como “El Coqueto”, estremeció a México a comienzos de la década pasada.
Era chofer de microbús en el Estado de México, un rostro cotidiano en las rutas que cientos de personas transitaban a diario.
Sin embargo, tras la fachada de un conductor común, se escondía un depredador que acechaba en la oscuridad.
Sus víctimas eran en su mayoría mujeres jóvenes que subían confiadas al transporte para volver a casa después de clases o del trabajo.
El patrón era escalofriante: una vez que el vehículo quedaba vacío, desviaba el camino, sometía a las pasajeras y las violentaba brutalmente antes de arrebatarles la vida.
Los cuerpos aparecían después en parajes solitarios, convertidos en testigos mudos de un horror que parecía repetirse sin que nadie pudiera detenerlo.
La policía tardó en unir las piezas.
Durante meses, la sombra de “El Coqueto” se expandía por el Valle de México, alimentando un clima de miedo que crecía cada noche.
Las familias comenzaron a desconfiar del transporte público, las mujeres evitaban viajar solas y el eco de los crímenes se convirtió en un grito desesperado de justicia.
Cuando finalmente fue identificado, el país entero quedó paralizado.
No se trataba de un extraño oculto entre la multitud, sino de alguien que cada día conducía por las mismas calles que miles de personas recorrían.
La indignación aumentó al revelarse que había actuado impunemente por un largo tiempo, aprovechando la confianza de un sistema vulnerable.
La captura de “El Coqueto” fue un episodio casi tan polémico como los crímenes que cometió.
Tras ser detenido en 2012, logró escapar de la custodia policial, dejando en evidencia la negligencia de las autoridades.
Esa fuga desató una tormenta mediática: ¿cómo era posible que un criminal tan peligroso, que ya había confesado varios asesinatos, pudiera huir con tanta facilidad? Durante días, la cacería se convirtió en el centro de atención del país.
Cada rumor, cada posible pista, mantenía a la población en vilo.
Finalmente, fue recapturado, pero el daño a la confianza en las instituciones ya estaba hecho.
Lo más estremecedor fueron sus propias confesiones.
Con frialdad, admitió haber asesinado a al menos siete mujeres, aunque las autoridades sospechaban que las víctimas podían ser más.
Su relato helaba la sangre: describía con detalle cómo ganaba tiempo al final de sus rutas, cómo elegía el momento exacto para atacar y cómo se deshacía de los cuerpos.
No mostraba arrepentimiento, sino una inquietante calma, como si narrara una rutina cualquiera.
El apodo de “El Coqueto”, que en un inicio parecía una burla a su actitud confiada con las mujeres, se transformó en un recordatorio macabro de la facilidad con la que podía acercarse a sus víctimas antes de destruir sus vidas.
Los juicios mediáticos no tardaron en llegar.
Programas de televisión, portadas de periódicos y debates en redes sociales discutían no solo la monstruosidad de sus actos, sino también la falta de seguridad para millones de mujeres que día a día dependían del transporte público.
El caso se convirtió en un espejo de una realidad dolorosa: la vulnerabilidad cotidiana que enfrentaban miles de mexicanas en su trayecto de regreso a casa.
Las sentencias fueron severas.
“El Coqueto” recibió múltiples condenas que sumaban más de 200 años de prisión, una cifra simbólica que buscaba reflejar la magnitud de sus crímenes y asegurar que jamás volviera a salir en libertad.
Sin embargo, para las familias de las víctimas, ninguna cifra parecía suficiente para llenar el vacío dejado por la violencia.
Lo que más estremecía era el contraste: un hombre común, con un trabajo común, que escondía detrás de una rutina laboral una mente calculadora y perversa.
Esa dualidad —la máscara del chofer amable frente al monstruo de la madrugada— fue lo que más perturbó a la sociedad mexicana, que entendió que el peligro podía estar disfrazado de lo más cotidiano.
El caso de “El Coqueto” marcó un antes y un después en la percepción de seguridad en el país.
La confianza en los choferes del transporte público quedó profundamente dañada, y las autoridades se vieron obligadas a reforzar los controles y la vigilancia.
Pero, más allá de las medidas oficiales, lo que quedó fue una herida abierta: la certeza de que la violencia contra las mujeres no era un fantasma lejano, sino una amenaza real que podía estar esperando al final de cualquier ruta.
Hasta hoy, el nombre de “El Coqueto” sigue provocando escalofríos.
No solo por los crímenes que cometió, sino por lo que representó: el recordatorio de que el mal puede esconderse en la rutina, de que la confianza puede convertirse en trampa y de que una nación entera puede ser marcada por las acciones de un solo hombre.