El asesinato de Chalino Sánchez tuvo sus raíces en viejas rencillas y rivalidades que marcaron tanto su ascenso en el mundo del corrido como el misterio que envolvió su trágico final.
La noche del 15 de mayo de 1992, el nombre de Rosalino “Chalino” Sánchez Félix había alcanzado tal nivel de popularidad en Sinaloa que su sola aparición en un escenario provocaba la euforia de cientos de seguidores.
Sin embargo, su fama también le granjeó enemigos poderosos.
Aquel día Chalino llegó a Culiacán procedente de Tijuana, donde había ofrecido un concierto.
Lo acompañaban dos hombres de confianza: su amigo Juan Pérez y un joven guitarrista llamado Ramón Mendoza.
Se detuvieron en un puesto de tacos para cenar y saludar a sus fanáticos, sin imaginar que sería la última vez que lo verían con vida.
Según testigos, alrededor de las once de la noche, Chalino recibió una llamada telefónica que hizo que su semblante cambiara de manera abrupta.
Tras colgar, pidió a sus acompañantes que lo llevaran a un vehículo diferente, aparentemente para encontrarse con alguien que había citado.
Minutos después, Pérez y Mendoza lo vieron subir a una camioneta negra sin placas, escoltada por una camioneta pick‑up blanca.
Intrigados y preocupados, insistieron en acompañarlo, pero Chalino se negó.
Aquella decisión selló su destino.
Al día siguiente, el cuerpo sin vida de Chalino Sánchez fue encontrado tirado junto a la carretera que conecta Culiacán con Mazatlán, con varios balazos en la cabeza y una nota clavada en su espalda con un alfiler.
La misiva, escrita en una hoja arrancada de un cuaderno, acusaba a Chalino de “ser informante de la DEA” y de “poner en ridículo a quienes creyeron en él”.
La escena, calculada para aterrorizar, envió un mensaje claro: nadie estaba a salvo.
Las hipótesis sobre el móvil del crimen comenzaron a multiplicarse de inmediato.
Una de las más sólidas apunta a que Chalino estaba implicado sin querer en la disputa entre dos grupos del crimen organizado sinaloense: la familia Beltrán Leyva y el cártel de Joaquín “El Chapo” Guzmán.
Se dice que Chalino, a través de sus corridos, glorificaba a narcos locales ligados a los Beltrán Leyva, lo que generó un fuerte rechazo de la facción rival.
Al lucir un chaleco bordado con el emblema de aquella familia, supuestamente adoptó una postura que se interpretó como una afrenta directa a la facción de El Chapo.
Otra teoría apunta a que el propio Chalino había prometido vengar la muerte de su hermano, abatido en un enfrentamiento con sicarios anónimos un año antes.
Impulsado por la rabia y el sentido del honor propio de los corridos, se dice que comenzó a investigar por su cuenta quiénes habían participado en aquella emboscada.
Al encontrarse con información comprometedora, presuntamente se atrevió a chantajear a ciertos personajes.
La osadía de un cantante de corridos para desafiar a capos del narcotráfico habría sido vista como una traición imperdonable.
El testimonio de un presunto informante, que afirmó haber sido uno de los secuestradores, declaró años después bajo condición de anonimato que Chalino fue obligado a bajarse de su coche y subirse a la camioneta negra.
Lo llevaron a un descampado donde lo amarraron de manos y pies.
Para algunos, la nota clavada en su espalda fue una forma de culparlo públicamente y así desviar la atención de quiénes realmente planearon la emboscada.
La mecánica del crimen, según este testigo, dejó claro que no se trató de un ajuste de cuentas personal, sino de un acto calculado por un grupo con recursos y experiencia en ejecuciones.
En paralelo, surgió la versión de que Chalino mantenía contactos con autoridades mexicanas y estadounidenses.
Se rumoraba que, tras vivir en Los Ángeles, había colaborado en operativos contra cárteles a cambio de protección y permisos de trabajo en Estados Unidos.
Si bien nunca se presentó prueba contundente que confirmara su rol como “informante de la DEA”, la nota en su espalda encendió la teoría de un ajuste de cuentas por filtraciones.
Sus letras, cargadas de ironía y hasta burla hacia ciertos capos, habrían sido interpretadas como la última provocación.
La investigación oficial fue recibida con escepticismo.
La Fiscalía de Sinaloa aseguró haber abierto diversas líneas de indagación, pero nunca confirmó responsables ni mostró avances contundentes.
Varias carpetas quedaron “en proceso”, y testigos clave se retractaron o desaparecieron.
La falta de testigos fiables y la omertà—aquel código de silencio impuesto por el narcotráfico—impidieron que el caso llegara a un juicio.
A la fecha, no existe sentencia ni condena por el asesinato de Chalino Sánchez.
El impacto de su muerte resonó en toda la región y trascendió generaciones.
Pronto, el “rey del corrido” se convirtió en leyenda.
Su figura creció póstumamente; cada concierto suyo cobró un aura casi mística y sus grabaciones alcanzaron ventas millonarias.
En Culiacán se erigieron murales y se organizaron homenajes donde nuevos talentos entonaban sus corridos más célebres, como “Nieves de Enero” y “El Crimen de Culiacán”.
La ironía de que un hombre que cantaba sobre la violencia terminara enterrado bajo su propia narrativa no pasó desapercibida para sus seguidores.
Con el paso de los años, diversos cineastas y músicos han tratado de reconstruir la historia de Chalino.
Documentales como “Corrido of Death” o series de televisión han explorado las dos caras de su vida: el rostro amable del campesino que llegó a la ciudad con una flor en la boca para conquistar a su público, y el lado sombrío que lo llevó a codearse con capos y a desafiar las reglas de un negocio donde la música y la muerte a menudo se entrelazan.
Familiares de Chalino, en especial su hija Perla, han intentado mantener vivo su legado sin caer en la apología del narcotráfico.
En entrevistas recientes, Perla ha insistido en que su padre solo buscaba contar historias reales de su entorno y que, a través de la música, ofrecía un testimonio genuino de la vida en la frontera.
“Mi papá no era un criminal”, declaró en 2020.
“Era un hombre con coraje para narrar lo que veía, incluso si eso le costaba la vida”.
Décadas después, la pregunta sobre quién ordenó y ejecutó aquel asesinato sigue abierta.
Para muchos, la respuesta se perdió en la maraña de alianzas y traiciones que caracterizan al narcotráfico.
Otros confían en que algún día se hará justicia, aunque el tiempo juegue en contra.
Lo cierto es que Chalino Sánchez dejó una marca indeleble en la cultura popular mexicana: no solo como un cantante de corridos, sino como un símbolo de la valentía —y la imprudencia— de quien decide exponer la verdad aunque ponga en riesgo su propia vida.
La historia de su muerte se ha convertido en parte integral del mito que rodea a los corridos de la sierra y la frontera.
Cada nueva generación lo descubre, lo idolatra y reinterpreta sus canciones.
Su figura trágica, ejecutada de manera brutal y con la nota clavada en la espalda, sigue siendo un recordatorio de la delgada línea que separa el arte de la advertencia, y de cómo, en algunos rincones de México, contar la verdad puede ser tan peligroso como vivirla.