El trágico final de Julio Sosa: secretos oscuros, adicciones y una muerte que nadie vio venir
Julio Sosa nació en Las Piedras, Uruguay, en 1926, y desde joven supo que su destino estaba ligado a la música.
Su voz grave, cargada de emoción, y su particular manera de interpretar el tango lo catapultaron rápidamente a la fama.
Con tan solo 20 años se trasladó a Buenos Aires, el epicentro del tango, donde su figura no tardó en convertirse en leyenda.
Pero el camino al estrellato estuvo lleno de sombras.
Durante los años 50 y 60, Sosa fue el rostro de una nueva era del tango.
Elegante, seductor, con una imagen de galán irresistible, conquistó no solo al público, sino también a la prensa, que lo seguía a donde fuera.
Pero detrás de ese aura brillante, había una lucha interna que pocos conocían.
El Varón del Tango era adicto a la velocidad.
Literalmente.
Su obsesión por los autos, especialmente los deportivos, era conocida por sus allegados, quienes temían que esa pasión algún día le pasara factura.
Y así fue.
La noche del 26 de noviembre de 1964, Sosa salió a recorrer las calles de Buenos Aires en su cupé F100.
Lo acompañaba su inseparable amigo, el poeta Héctor Gagliardi.
Nadie imaginaba que esas serían las últimas horas del ídolo.
Conducía a alta velocidad por la avenida Figueroa Alcorta cuando, en una fracción de segundo, todo cambió.
Perdió el control del vehículo y se estrelló violentamente contra un poste.
El impacto fue brutal.
Sosa fue trasladado al hospital, pero ya era demasiado tarde.”
A los 38 años, el hombre que le dio voz a la pasión del tango moría trágicamente, dejando a millones en shock.
Pero la tragedia no terminó ahí.
Lo que salió a la luz después del accidente reveló una vida cargada de excesos, conflictos internos y una soledad que contrastaba con los aplausos del escenario.
Sus amigos más cercanos relataron que, en los últimos meses, Julio estaba sumido en una profunda tristeza.
A pesar del éxito, se sentía vacío, desconectado del mundo.
Su matrimonio estaba en crisis, su salud resentida por el alcohol y el cigarrillo, y su búsqueda de sentido se hacía cada vez más desesperada.
Algunos incluso sostienen que Sosa tenía un presentimiento oscuro sobre su muerte.
Había escrito poemas sombríos, hablaba de la muerte como si fuera una presencia constante.
En una entrevista que hoy resulta escalofriante, dijo: “Vivo con intensidad porque sé que no voy a vivir mucho”.
Sus palabras, que en su momento parecieron parte de su aura romántica, hoy resuenan como una premonición macabra.
Julio Sosa no solo fue víctima de un accidente automovilístico.
Fue víctima de un sistema que exalta a los ídolos mientras brillan, pero los deja caer en el olvido cuando la soledad los consume.
Fue víctima de sus propias obsesiones, de una fama que no supo manejar y de un dolor interno que ni los aplausos ni los premios pudieron apagar.
Su funeral fue multitudinario.
Miles de personas salieron a las calles para despedirlo.
El mundo del tango se vistió de luto, y la radio repitió incansablemente sus tangos más icónicos.
Pero lo que nadie pudo borrar fue la sensación de que, detrás de cada nota cantada por Julio Sosa, se escondía una súplica, un grito de ayuda que nunca fue escuchado.
Hoy, más de medio siglo después, su historia sigue conmocionando.
Porque no fue solo la muerte de un cantante: fue el derrumbe de un mito, el fin trágico de un hombre que lo tuvo todo, pero no logró encontrar la paz.
La leyenda del Varón del Tango sigue viva, no solo por su música, sino también por la estremecedora lección que dejó su caída: el precio de la fama puede ser más alto de lo que cualquiera imagina.
