🎭🕯️ “Godínez no se reía: la sombra que sostuvo a Chespirito… y el día en que el corazón dijo basta” 💔
Horacio Víctor Gómez Bolaños nació en 1930, en una Ciudad de México que mezclaba promesas y heridas.
Su casa parecía dibujada por manos firmes: un padre ilustrador que ponía color donde faltaba, una madre bilingüe que hacía de ancla en un mundo que se modernizaba de prisa.
La ilusión se quebró temprano.
Una hemorragia cerebral le arrebató al padre, y el cáncer hizo del hogar una sala de espera con reloj implacable.
Con el luto como paisaje, Horacio aprendió a caminar sin hacer ruido.
Su hermano, Roberto, escapó por la comedia; él, por la disciplina.
Fútbol para respirar, boxeo para sacar el golpe que no se da con palabras.
Cuando el cuerpo dijo “hasta aquí”, eligió números: ingeniería en la UNAM, cálculo en vez de catarsis.
El destino, sin embargo, ya había elegido escenario.
Mientras Roberto encendía la televisión con personajes que se volverían Biblia popular, Horacio descubrió su lugar donde nadie mira: cronogramas, presupuestos, permisos, contratos, licencias, logística.
Si el público recuerda al Chavo, al Chapulín y a la Chilindrina, es porque alguien se ocupó de que la magia no fallara al cruzar de libreto a lonchera, de sketch a cuaderno, de risa a negocio.
Ese alguien fue Horacio.
Nadie aplaude a quien arma la parrilla de filmación ni al que negocia la impresión de figuritas; pero sin él la vecindad habría sido un barrio improvisado que se cae a pedazos.
Horacio no firmaba autógrafos: firmaba cheques, guías de envío, giras en cinco países.
Era el engranaje que no se ve y que, si se rompe, detiene la fábrica.
Chespirito, que lo conocía más allá de números y listas, vio algo que el resto ignoraba: un humor seco, casi tímido, de golpe bajo y puntería perfecta.
Le insistió hasta quebrar su resistencia.
En 1974 aceptó pararse delante de la cámara como quien cruza una puerta ajena.
No iba a “actuar”: solo a decir dos o tres frases en el aula del Profesor Jirafales.
Y sin embargo nació Godínez, el alumno distraído que contestaba con una lógica de otra galaxia.
“Yo no fui”, “¿por qué yo?” y el estadio “azteca” como lección de historia bastaron para dejar huella.
Apenas 13 apariciones en El Chavo y 29 en El Chapulín.
Suficientes.
Su timing era un suspiro medido: entraba, reventaba la escena con una sencillez desarmante y se retiraba como si nada.
Mientras el público lo bautizaba con cariño, él volvía a su trinchera: planillas, llamadas, contratos.
No pidió más texto.
No pidió foco.
El bronce, para otros.
Los noventa le cobraron la cuenta que la vida había ido acumulando sin aviso.
Una caída en Televisa le fracturó el fémur y le tocó la cadera.
Cirugía, rehabilitación, bastón, luego silla.
El hombre que corría tras los tiempos de estudio ahora medía cada escalón como si fuera un enemigo.
La tristeza, en él, no hacía ruido: se manifestaba en llegadas tardías por dolor, en sillas movidas para aliviar, en silencios largos en pasillos que antes dominaba.
Lo que lo sostenía era, otra vez, el trabajo.
En 1999, ya con el cuerpo cansado, organizó No contaban con mi astucia, el homenaje televisivo a Roberto.
Volvió a encender el tablero: citó elenco, revisó guiones, aprobó escenografías, cuidó minutajes, tejió la agenda con la obsesión del que sabe que un descuido derrumba el castillo.
La mañana del 21 de noviembre de 1999, su corazón —el motor oculto del universo Chespirito— se detuvo en su casa.
Infarto.
Tenía 69 años.
Nadie estaba preparado, aunque el cansancio venía avisando en letra chica.
La noticia no hizo ruido en la calle; la hizo adentro.
En foros, en teléfonos de colegas, en un estudio que de pronto sonó hueco.
El homenaje que preparaba se volvió, sin querer, su epitafio técnico.
Cuando Edgar Vivar tomó el micrófono y dijo su nombre, el aire se puso espeso.
Roberto, sentado, bajó la cabeza.
Ese día, la risa —esa herramienta invencible— respetó el dolor y se hizo a un lado.
Las cenizas de Horacio descansan en un nicho modesto en Naucalpan.
No hay colosos de mármol ni placas con luces.
Hay piedra y silencio.
Y, paradójicamente, quizá ese sea el tributo más fiel a quien hizo de lo invisible una forma de grandeza.
Tras su partida, muchos espectadores descubrieron que un fenómeno cultural no es un golpe de genio aislado.
Es un tejido de manos, horas y renuncias.
Es un hermano que dice “sí” a la sombra para que el otro brille sin tropiezos.
¿Por qué se lo olvida? Porque el show premia al rostro.
Porque la cámara no tiene memoria para el que mueve utilería emocional y logística a la vez.
Porque el crédito más importante, el de sostener, no aparece en la primera placa.
Horacio pagó un precio por vivir en segunda línea: el cuerpo se gastó antes, las luces le llegaron de refilón, el nombre quedó encadenado a un personaje mínimo.
Y sin embargo, cuando uno rebobina la historia, descubre que su obra más ambiciosa no fue Godínez: fue haber convertido un programa en lengua franca.
Hizo que el “no contaban con mi astucia” se volviera contraseña continental, que los productos cruzaran fronteras, que la vecindad llegara a casas donde el televisor era la única ventana al mundo.
Hay imágenes que lo resumen mejor que cualquier discurso: Horacio encorvado sobre un plan de rodaje mientras al lado ensayan un gag; Horacio levantando el teléfono a la madrugada para resolver una aduana;
Horacio entrando al set despacio, apoyado en un bastón, y ordenando con la mirada lo que otros desordenan con prisas.
El mismo Horacio que, por una vez, se sentó al fondo del aula, dijo dos palabras y dejó una huella más profunda que muchos protagónicos.
La tragedia de su vida no fue solo la muerte temprana ni el dolor físico.
Fue la paradoja de construir una maquinaria perfecta para que el mundo riera… y que casi nadie supiera su nombre.
Pero ahí radica también su grandeza.
En un ecosistema de egos, eligió ser estructura.
En una industria de máscaras, eligió la herramienta.
Y cuando el telón cayó para él, lo que quedó no fueron estruendos, sino la certeza incómoda de que sin ese hombre callado la carcajada habría llegado tarde o no habría llegado.
Si alguna vez te reíste con el “yo no fui”, ahora sabes quién sostuvo el set para que esa risa existiera.
Y en la memoria justa, el aplauso que faltó en vida llega al final, con la fuerza de lo que aprendimos tarde: que los héroes de nuestra infancia también se llamaban Horacio, trabajaban en silencio y, a veces, apenas
necesitaban una gorra verde para volverse eternos.