El beso que CAMBIÓ el cine mexicano y ARRUINÓ su carrera: la tragedia de Roberto Cobo
Roberto Cobo no solo fue un actor más del cine mexicano; fue una figura disruptiva, un símbolo sin quererlo de una lucha que apenas comenzaba a asomarse en los márgenes del arte y la sociedad.
A lo largo de su carrera participó en más de 70 películas, pero fueron dos papeles en particular los que lo marcaron para siempre.
El primero, su inolvidable interpretación de “El Jaibo” en Los Olvidados, obra maestra de Luis Buñuel, lo catapultó a la cima del cine nacional.
Pero fue el segundo, “La Manuela” en El lugar sin límites, el que lo colocaría en el centro de una tormenta que no solo fue artística, sino profundamente personal y política.
Interpretar a un travesti homosexual en una época profundamente machista y conservadora como lo era México en los años 70 fue un acto de valentía y también un salto al vacío.
“La Manuela” no solo fue el primer personaje abiertamente homosexual del cine nacional, sino también el protagonista del primer beso gay en pantalla grande, junto a Gonzalo Vega.
El filme, dirigido por Arturo Ripstein, recibió ovaciones de pie, premios Ariel y hoy es considerado una de las diez mejores películas del cine mexicano.
Sin embargo, la ovación artística fue rápidamente opacada por el juicio moral.
Poco importaron sus méritos actorales.
Lo que capturó la atención del público, la prensa y la industria fue su sexualidad.
La especulación sobre su vida privada se convirtió en tema de conversación recurrente, mientras su carrera comenzaba a estancarse.
Cobo, sabiendo que salir del clóset podía ser el final profesional, eligió un camino ambiguo.
En una entrevista con la revista Proceso, dejó declaraciones incendiarias: “Odio y detesto a cierto tipo de homosexuales que hacen el ridículo en la calle, que desacreditan la homosexualidad”.
Lejos de encontrar aceptación, esas palabras solo encendieron más las dudas y el rechazo.
Aun así, con el tiempo se volvió uno de los primeros actores mexicanos en reconocer abiertamente su homosexualidad.
Pero para entonces, el daño estaba hecho.
Nunca volvió a tener un papel del calibre de “El Jaibo” o “La Manuela”.
Como el escritor Carlos Monsiváis lo señaló, la industria no supo —o no quiso— aprovechar todo el talento de un actor que lo había dado todo.
La tragedia no se detuvo ahí.
El 19 de septiembre de 1985, mientras dormía en su departamento en la Ciudad de México, un terremoto devastador lo despertó entre los escombros.
Salió con vida, pero con la cadera fracturada.
Nunca más volvió a bailar como solía hacerlo, y desde entonces necesitó un bastón para caminar.
Con su característico sentido del humor, cuando fue rescatado dijo: “Aquí, de vacaciones, güey”, sin entender aún la magnitud de lo ocurrido.
Los últimos años de su vida transcurrieron en relativa calma, lejos del foco mediático.
Sin embargo, jamás abandonó el teatro, su verdadera pasión.
Poco antes de su muerte, había estado presentando un monólogo escrito exclusivamente para él.
Pero el destino tenía otros planes.
El 2 de agosto de 2002, luego de varias semanas internado, falleció por un paro cardíaco provocado por una hemorragia en el esófago.
Murió como había vivido: sin aspavientos, pero dejando una marca imborrable en el cine y en la memoria de quienes lo conocieron realmente.
La historia de Roberto Cobo es, en esencia, la historia de un hombre que se atrevió a ser auténtico en una época de represión, que hizo historia desde la pantalla y también desde el silencio.
Fue víctima de una sociedad que aún no estaba lista para abrazar la diversidad, y su legado, aunque sepultado durante años, hoy resurge con fuerza como símbolo de lucha, arte y valentía.
Porque recordar a Cobo es también recordar que el talento no tiene orientación, y que a veces, los más grandes actores interpretan sus papeles más difíciles fuera del escenario.