“La pelea que nadie quiso ver: Muhammad Ali y los temblores que estremecieron al mundo entero 🌑💔”
La imagen de Muhammad Ali siempre estuvo ligada al exceso de energía, a la arrogancia magnética de quien se autoproclamaba “El Más Grande” y lo demostraba con cada combate.
Sin embargo, el tiempo y los golpes implacables dejaron una marca que ni siquiera él pudo esquivar.
Los primeros síntomas del Parkinson aparecieron en la década de los ochenta, cuando aún trataba de mantenerse en pie dentro del boxeo profesional.
Su voz, antes poderosa y llena de frases que humillaban a sus rivales, empezó a apagarse.
Su cuerpo, que flotaba como una mariposa y picaba como una abeja, se volvía pesado, rígido, con movimientos lentos que parecían burlarse de su pasado glorioso.
Aun así, Ali no se retiró de inmediato.
Insistió en seguir peleando, como si no pudiera aceptar que su cuerpo ya le estaba diciendo basta.
Subió al ring en condiciones que hoy muchos consideran un error, enfrentando no solo a rivales de carne y hueso, sino a los temblores y la rigidez que se manifestaban frente a miles de espectadores.
La tensión era insoportable: los fanáticos no sabían si admirar su coraje o estremecerse ante el espectáculo de un campeón combatiendo contra sí mismo.
Cada golpe recibido parecía multiplicar el sufrimiento.
Cada ronda era un recordatorio de que ya no era el Ali invencible, sino un hombre luchando contra el deterioro inevitable.
Lo más desgarrador era el contraste entre la grandeza que había representado y la fragilidad que empezaba a mostrar.
Su mirada todavía brillaba con fuego, pero su cuerpo no respondía.
El silencio que se apoderaba del público tras sus movimientos lentos era más cruel que los abucheos: era un silencio de impotencia, como si millones de personas asistieran a un funeral anticipado de la leyenda.
El Parkinson lo obligó a abandonar definitivamente el boxeo, pero ni siquiera fuera del cuadrilátero logró librarse de la exposición pública.
Cada aparición suya en eventos deportivos o actos oficiales era un recordatorio brutal de su fragilidad.
El temblor en sus manos, la dificultad para articular palabras, el esfuerzo casi sobrehumano para mantenerse de pie: todo se convertía en parte de una narrativa dolorosa que contrastaba con los días en que el mundo entero lo veía como invencible.
Sin embargo, esa misma fragilidad fue la que terminó de consagrarlo como un ícono más allá del boxeo.
Ver a Ali luchar contra el Parkinson no fue un espectáculo de derrota, sino una lección de resistencia.
Ya no podía esquivar golpes, pero seguía resistiendo día tras día, como si cada respiración fuera un nuevo round en el que se negaba a tirar la toalla.
Lo más estremecedor fue que Ali convirtió su sufrimiento en un símbolo.
Su encendido de la antorcha olímpica en Atlanta 1996, con sus manos temblorosas sosteniendo el fuego, quedó grabado en la memoria colectiva como el acto más poderoso de su vida: el campeón que, incluso debilitado, se alzaba como una montaña indestructible ante el mundo.
Muhammad Ali peleó en el ring contra leyendas como Joe Frazier y George Foreman, pero su combate más feroz fue contra una enfermedad que nunca le dio tregua.
No hubo jueces, ni campanazo final, ni victoria por puntos.
Fue una batalla interminable, cruel, que lo acompañó hasta su último aliento en 2016.
Y aunque el Parkinson apagó su voz y atrapó sus movimientos, jamás logró borrar el eco de su grandeza.
Porque Ali no murió derrotado: murió como lo que siempre fue, un guerrero que no se rindió ni siquiera cuando el enemigo era invisible.