Cuando el mundo conoció a Yalitza Aparicio, la joven maestra oaxaqueña que conquistó Hollywood sin haber estudiado actuación, México se llenó de orgullo.
Su interpretación en Roma, la obra maestra de Alfonso Cuarón, la catapultó desde las calles de Tlaxiaco a las alfombras rojas del mundo.

Sin embargo, lo que comenzó como un cuento de hadas se transformó en una historia cargada de prejuicios, racismo y una presión mediática que pocos podrían soportar.
Tras los aplausos del estreno y las nominaciones al Óscar, Yalitza se convirtió en el reflejo más incómodo de un país dividido entre la admiración y la discriminación.
La historia de Yalitza Aparicio comienza en una comunidad indígena del estado de Oaxaca, en el sur de México.
Hija de una madre mixteca y un padre triqui, creció en un entorno humilde donde el trabajo, la fe y la familia eran los pilares de la vida cotidiana.
Antes de pensar en los reflectores, soñaba con enseñar a niños de su comunidad, convencida de que la educación era la llave para romper los ciclos de pobreza.
Su destino cambió el día en que acompañó a su hermana a un casting.
La hermana, embarazada, decidió no audicionar y fue Yalitza quien, por pura curiosidad, se colocó frente a la cámara.
Esa decisión, aparentemente casual, cambiaría su vida para siempre.
Cuando Alfonso Cuarón la eligió como protagonista de Roma, Yalitza no sabía quién era el director ni la magnitud del proyecto.
Solo comprendió la profundidad del papel cuando comenzó a interpretar a Cleo, una trabajadora doméstica inspirada en la nana real de Cuarón.

Su naturalidad frente a la cámara, su serenidad y su mirada llena de verdad cautivaron no solo al equipo de filmación, sino también a millones de espectadores alrededor del mundo.
La crítica la aclamó, los festivales la premiaron, y su nombre se convirtió en sinónimo de representación y dignidad para los pueblos originarios de México.
Pero la fama, como una moneda de dos caras, le mostró pronto su reverso más cruel.
Las redes sociales se llenaron de comentarios racistas y clasistas.
Algunos la llamaban “india” de forma despectiva, otros decían que no merecía estar nominada al Óscar, que su papel no requería talento, sino suerte.
Incluso figuras públicas del cine mexicano, que deberían haber celebrado su éxito, insinuaron que no era una actriz “de verdad”.
En un país donde el racismo ha sido históricamente negado, Yalitza se convirtió en el espejo de las contradicciones nacionales.
A pesar de los ataques, ella mantuvo la calma.
En entrevistas posteriores, reconoció que al principio le dolían los insultos, pero con el tiempo aprendió a verlos como una oportunidad para abrir conversaciones incómodas.
“Si me llaman india, que lo hagan con orgullo”, declaró una vez, resignificando una palabra que durante siglos había sido usada como arma de desprecio.
Cada aparición suya en revistas internacionales, cada discurso sobre igualdad, era una respuesta silenciosa pero contundente a quienes intentaban reducirla.
Su nominación al Óscar como Mejor Actriz en 2019 marcó un hito histórico.
Era la primera mujer indígena mexicana en alcanzar ese reconocimiento.
La prensa internacional la recibió como un símbolo de inclusión, mientras en su propio país aún debatían si merecía estar allí.
En los días previos a la ceremonia, Yalitza viajó acompañada por su madre, vestida con trajes típicos oaxaqueños, desfilando con orgullo por alfombras donde antes solo se veían rostros blancos.
A su paso, la imagen de México cambió: ya no era solo el país de las telenovelas y las modelos europeizadas, sino también el de las raíces indígenas, la fortaleza y la autenticidad.
Sin embargo, la fama no trajo solo gloria. Yalitza enfrentó rumores, teorías conspirativas y presiones políticas.
Algunos medios publicaron notas falsas sobre su vida privada; otros intentaron convertirla en vocera de causas que ella nunca había elegido.
En el fondo, lo que más incomodaba a muchos era su independencia.
No pertenecía a ninguna élite artística, no venía de escuelas prestigiosas, no se debía a partidos ni a patrocinadores.
Era una mujer que hablaba desde su experiencia real, sin filtros, y eso resultaba amenazante en una industria acostumbrada a moldes predecibles.
Después de Roma, Yalitza decidió tomarse un tiempo antes de regresar al cine.
En lugar de perseguir contratos internacionales, se dedicó a estudiar inglés, a trabajar con la UNESCO en temas de igualdad de género y a usar su voz para visibilizar a las comunidades indígenas.
Esa decisión desconcertó a quienes esperaban verla encadenar películas y premios.
Pero ella eligió un camino distinto, más cercano a sus raíces y a su vocación de servicio.
“Mi mayor premio no es el Óscar, es inspirar a niñas que se parecen a mí”, dijo en una entrevista con El País.
Mientras el mundo la celebraba como símbolo de diversidad, en México persistía la tensión.
Su presencia en campañas publicitarias y portadas de revistas generaba controversias.
Algunos sectores la acusaban de “victimizarse”, otros de “aprovecharse” de su origen.
Pero detrás de las opiniones, lo cierto es que Yalitza abrió una puerta que ya no podrá cerrarse: la representación real de los pueblos originarios en los espacios de poder y cultura.
Hoy, Yalitza Aparicio sigue siendo mucho más que una actriz.
Es una educadora, una embajadora de la ONU, una activista y una voz para quienes nunca fueron escuchados.

En cada foro donde participa, insiste en el valor del respeto, la empatía y la diversidad.
Habla del derecho de las mujeres indígenas a ocupar lugares de liderazgo, de la necesidad de derribar estereotipos y de construir una sociedad más justa.
Su historia también ha inspirado a nuevas generaciones de cineastas y actrices que ya no temen mostrar su piel morena ni hablar en su lengua materna.
En Oaxaca, niñas que antes soñaban con ser modelos ahora sueñan con ser directoras de cine.
En las universidades, su nombre se estudia como ejemplo de cambio cultural.
Incluso en Hollywood, su presencia obligó a repensar el papel de las actrices latinas, tradicionalmente encasilladas en estereotipos de servidumbre o exotismo.
A pesar de su fama, Yalitza sigue viviendo con sencillez.
Regresa con frecuencia a Tlaxiaco, visita su escuela, comparte con su comunidad.
No se considera una estrella, sino una mujer en proceso de aprendizaje.
Cada vez que la entrevistan sobre su futuro, responde con serenidad: “No sé dónde estaré mañana, pero quiero seguir siendo yo”.
Esa autenticidad, esa conexión con sus raíces, es quizá su mayor fortaleza.

Su historia es también un espejo del México contemporáneo: un país donde el talento puede surgir desde los márgenes, donde el color de piel y el origen ya no deberían determinar el destino.
Pero sobre todo, es la historia de una mujer que transformó el dolor en dignidad y la adversidad en oportunidad.
A más de seis años del estreno de Roma, el fenómeno Yalitza Aparicio sigue vivo.
Ya no solo como la actriz que hizo historia en los Óscar, sino como un símbolo de resistencia, identidad y esperanza.
Porque, al final, su verdadero papel no fue el de Cleo, sino el de sí misma: una mujer real que se atrevió a ser visible en un mundo que tantas veces ha querido ocultar a los suyos.