A sus 85 años, Palito Ortega enfrenta una dura realidad que conmueve a todos

A sus 85 años, Palito Ortega enfrenta una dura realidad que conmueve a todos. Detrás del brillo del ídolo hay una historia marcada por la dureza, la pérdida y la resiliencia.

Conocido como “el chico triste de las canciones alegres”, esta contradicción lo define por completo.

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A pesar de hacer cantar y bailar a millones, su vida está llena de cicatrices que nunca dejaron de doler.

Esta paradoja habla de un hombre que supo transformar el dolor en arte.

 

Palito Ortega nació en Lules, Tucumán, en 1941, en una familia tan humilde que desde niño tuvo que salir a la calle a vender diarios y lustrar zapatos.

A los cinco años ya conocía el peso del trabajo, y a los trece vio cómo su madre abandonaba el hogar, dejándolo al cuidado de su padre.

Esta ausencia marcó su necesidad de buscar familia en todo lo que hacía. En 1960, otro golpe: su hermana Rosario murió atropellada con solo 11 años.

Esa herida se convirtió en un eco permanente en su música, y quizás por eso lo apodaron “chico triste”, porque incluso en la alegría de sus canciones había una sombra imposible de borrar.

 

Cuando llegó a Buenos Aires en 1956, llevaba apenas una maleta de cartón.El primer día le robaron y durmió en una plaza.

Esa imagen, tan cruel como poética, me hace pensar en cuántos artistas nacen de la adversidad absoluta.

Para sobrevivir, comenzó a vender café a las puertas del canal 7 y de Radio Belgrano.

Lo inteligente de Palito fue que usó esa aparente desgracia como una oportunidad: rodearse de artistas, absorber de ellos y tejer contactos que lo llevarían al escenario.

Poco a poco, pasó de ilustrador de zapatos a baterista improvisado, de cafetero callejero a cantante en grupos locales, hasta encontrar su voz como solista.

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Su ascenso profesional fue meteórico, pero en lo personal su vida parecía escrita como una película romántica.

Desde niño, decía en tono de juego que se casaría con una niña rubia de un póster.

El destino hizo que esa niña se pareciera a Evangelina Salazar, la mujer con la que años después compartiría su vida.

Evangelina, actriz en ascenso, empezaba a brillar en cine y televisión, mientras Palito se convertía en el rey de la música popular argentina.

Cuando sus caminos finalmente se cruzaron, no tardaron en enamorarse con una fuerza arrolladora.

Ella tenía apenas 19 años y confesaba en entrevistas que nunca había besado a nadie antes de conocerlo.

“Él fue el único hombre en mi vida”, dijo décadas después con sinceridad.

 

Lo conmovedor de su historia es cómo ambos construyeron un amor sólido en medio de tanta exposición mediática.

Palito, marcado por la ausencia de su madre y la fragilidad de su infancia, tenía una obsesión: formar una gran familia.

Evangelina compartía ese mismo anhelo, y ahí estaba la clave de su unión.

Dos personas que, en lugar de perderse en el vértigo de la fama, encontraron en el hogar el refugio que siempre habían buscado.

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Hoy, al ver a Palito con más de 80 años, pienso que su vida no es triste porque haya fracasado, sino porque nos recuerda que incluso los más grandes ídolos son humanos que sufren, que pierden y que extrañan.

Pero también nos enseña que la verdadera victoria no está solo en los escenarios repletos ni en los premios, sino en la capacidad de levantarse una y otra vez, de transformar la herida en canción y de construir un amor que dure hasta el final de los días.

 

El matrimonio de Palito Ortega y Evangelina Salazar es una de esas historias que parecen sacadas de una novela, pero que al mismo tiempo muestran la crudeza de la vida real.

Se conocieron jóvenes, se casaron en 1967 y desde entonces construyeron una unión que ha resistido más de cinco décadas.

Lo interesante no es solo la duración de ese matrimonio, sino la manera en que lo enfrentaron, con valores compartidos, sacrificios y una fe inquebrantable en el poder del amor.

Evangelina dejó su carrera en pleno auge porque creyó en el matrimonio y en la familia.

Era una actriz reconocida, pero decidió convertirse en el corazón de su hogar, y lo dijo sin arrepentimiento: “Esa fue mi elección y no me arrepiento”.

 

Palito, a pesar de la vorágine de su carrera, no fue un padre ausente. Siempre hizo un esfuerzo enorme por estar presente, equilibrando el escenario con la mesa familiar.

Él mismo decía con orgullo: “Nuestros hijos nos han visto enojados, pero nunca pelear”.

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Esta frase es clave para entender por qué esa familia transmitía tanta estabilidad.

Sabían que el amor se construye en lo cotidiano, en el respeto y en los gestos pequeños que sostienen una vida en común.

 

No todo fue fácil. La década de los 80 y 90 trajo el mayor desafío. Palito decidió entrar en la política y en 1991 ganó la gobernación de Tucumán.

La familia, que vivía cómoda en Miami, tuvo que regresar a Argentina.

Para Evangelina, fue un cambio duro pasar de ser actriz y madre dedicada a convertirse en primera dama provincial.

Ella misma admitió que no sabía cómo hacerlo, que ese no era su lugar natural, pero lo acompañó.

Una mujer que, a pesar de sentirse fuera de lugar, se mantuvo firme porque entendía que el matrimonio también implica caminar juntos en territorios desconocidos.

 

Palito confesó que sentía la presión enorme de ese rol político, pero siempre habló de su decisión con convicción.

Quería devolverle algo a la gente que lo había visto crecer, a la comunidad que lo había sostenido en sus primeros pasos. Ese sentido de gratitud lo llevó de la música a la política.

Aunque la experiencia no estuvo libre de críticas ni tensiones, muestra otra faceta de un hombre que nunca se conformó con el éxito fácil.

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Hoy, al verlos juntos después de tantos años, la verdadera lección de Palito y Evangelina no está solo en su música o en sus logros públicos, sino en la intimidad de su relación.

Aprendieron a ser distintos sin dejar de caminar en la misma dirección.

Ella, comunicativa y abierta; él, más reservado e introspectivo. Sin embargo, encontraron el equilibrio en el respeto y la comprensión mutua.

Los matrimonios duraderos no se construyen en la perfección, sino en la resiliencia.

 

Lo que siempre ha impresionado de Palito Ortega es cómo su vida parece una suma de golpes, errores y apuestas imposibles que, en lugar de hundirlo, lo convirtieron en un personaje aún más fascinante.

Sus primeros pasos en la música fueron un desfile de intentos bajo nombres que hoy suenan casi ingenuos.

Era un joven de Tucumán que perseguía un sueño en Buenos Aires, sin más capital que su voz y una terquedad a prueba de fracasos.

Esa terquedad lo llevó a presentarse en los estudios RCA, donde logró convencer a un director distraído cantando “Sabor a nada” diez veces.

 

De allí nació casi por casualidad el nombre que lo marcaría para siempre: Palito Ortega. Nunca buscó el virtuosismo ni la sofisticación musical; lo que quería era algo más difícil: que la gente cantara con él.

Sus canciones, como “La felicidad” o “Déjame de esperar”, no eran solo melodías pegajosas, sino espejos de la vida cotidiana, de la esperanza y de la tristeza popular.

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En 1981, ya convertido en estrella, tuvo la idea descomunal de traer a Frank Sinatra a la Argentina.

El evento fue histórico, pero lo llevó a la ruina. Las deudas en dólares, sumadas a la devaluación, lo aplastaron. Tuvo que venderlo todo para cumplir.

Lo fácil hubiera sido hundirse en la amargura, pero Ortega eligió apoyarse en Evangelina y en la fuerza de su familia.

Cuando le preguntaron si tenía miedo de volver a la pobreza, respondió con calma: “No, porque ya sé cómo manejarla”.

 

Ese es Palito Ortega, un hombre que supo caer y levantarse, que transformó sus derrotas en aprendizaje.

Su incursión en la política no estuvo libre de polémicas, pero lo que yo veo es un artista que nunca se conformó, que se animó a atravesar territorios nuevos, aún sabiendo que podía salir herido.

Los verdaderos íconos no son los que nunca caen, sino los que aprenden a levantarse una y otra vez.

 

La historia de Palito Ortega en los años 80 y 90 es casi de guion cinematográfico, un artista que tras tocar la cima con la música y el cine se vio al borde de la ruina por apostar demasiado alto y luego renació en un terreno donde nadie lo esperaba: la política.

Todo comenzó casi como un gesto íntimo. Ortega quería construir una escuela en su ciudad natal, Lules.

En esas visitas, escuchó que Antonio Domingo Busi, exmilitar de la dictadura, sería el próximo gobernador.

Ortega se indignaba ante la idea de que la gente prefiriera a un malo para castigar a los políticos.

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Nunca había planeado dedicarse a la política, pero una entrevista periodística encendió los rumores.

Poco después, un grupo de dirigentes viajó hasta Miami para verlo y le mostraron una encuesta: él era el único capaz de ganarle a Busi.

Palito no tenía partido, estructura ni experiencia, pero tenía algo que ningún otro podía comprar: la conexión genuina con la gente.

Decidió entonces crear su propio espacio, bajo el lema “Frente de la Esperanza”, porque la sigla era simple y poderosa: FE.

 

Mientras Busi lo subestimaba, las multitudes acompañaban a Ortega como si estuvieran en una procesión, con una devoción que nacía de verlo como uno de los suyos.

Lo acusaban de haberse beneficiado con la dictadura por las películas filmadas en esa época, pero Ortega, lejos de defenderse con tecnicismos, lo reducía todo a una declaración de identidad: “Siempre supe quién era”.

Vencer a Busi era también una forma de vencer a ese pasado.

 

La imagen de Palito Ortega cerrando su gira de despedida en el imponente Teatro Colón tiene un peso simbólico enorme.

No es solo un concierto más; es la consagración de un hombre que empezó vendiendo diarios y café en las calles, que cargó una maleta de cartón llena de sueños y que, contra todo pronóstico, terminó siendo parte fundamental de la memoria cultural argentina.

Su voz, marcada inevitablemente por los años, aún conservaba la emoción intacta. Cada palabra, cada nota estaba impregnada de historia y gratitud.

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Esa escena es la mejor definición de éxito que puede existir: llegar al final del camino con la certeza de haberlo dado todo, de haber dejado huella.

En un mundo del espectáculo donde tantos ídolos se pierden en su propio ego, Palito Ortega se despide con un mensaje distinto.

Nos recuerda que lo único que realmente importa es el amor que damos y recibimos, la huella emocional que dejamos en los demás.

 

Su vida puede leerse como una novela con capítulos de triunfo, crisis, caída y resurrección.

Pero el desenlace es una enseñanza profundamente humana: no importa cuán alto llegues, sino cómo eliges vivir y compartir ese camino.

Palito lo eligió con amor, gratitud y la capacidad de reírse de sí mismo, incluso en los momentos difíciles.

Al recordarlo, no pienso solamente en el cantante que llenaba estadios, sino en el hombre que, más allá del brillo de la fama, supo darle sentido a su vida desde lo esencial.

 

Palito Ortega nunca olvidó sus raíces humildes, nunca dejó de valorar el esfuerzo que lo llevó desde los comienzos más difíciles hasta lo más alto, y siempre comprendió que el verdadero éxito no se mide en cifras, premios o titulares.

Su auténtica grandeza estuvo en lo invisible: el cariño profundo de su familia, la lealtad inquebrantable de sus amigos y el recuerdo entrañable que su público guardará para siempre.

Palito Ortega lo logró, y esa es quizás la mayor victoria de todas: haber cerrado su historia con dignidad y con la certeza de que el éxito real no está en la fama pasajera, sino en el amor y la memoria que permanecen.

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