En los rincones más profundos y menos documentados de la historia del cine mexicano existe un capítulo que, durante décadas, fue cuidadosamente silenciado.

Un capítulo tan sombrío y perturbador que muy pocos se atrevieron a mencionarlo públicamente.
Se trata de la historia de tres mujeres del espectáculo, tres actrices que, lejos de ser protagonistas en la pantalla, terminaron protagonizando uno de los episodios más trágicos y complejos de la vida real.
Mujeres que, empujadas por la violencia, la humillación y la desesperación absoluta, cruzaron un límite del cual jamás pudieron regresar.
No fueron criminales por ambición ni buscaban fortuna: fueron víctimas convertidas en victimarias cuando la vida dejó de ofrecerles alternativas.
Estas tres historias, desarrolladas en épocas distintas y en contextos diferentes, comparten un punto en común: matrimonios marcados por el abuso que finalmente terminaron en asesinato.
Lo que para muchos podría parecer una película de drama negro, para ellas fue una cruda realidad que marcaría para siempre sus vidas.
Este capítulo olvidado comienza con la vida de Ema Roldán, una actriz de reparto cuyo rostro se volvió constante en la época de oro del cine mexicano, aunque muy pocos imaginaron la tragedia que ocultaba detrás de su aparente serenidad.
Ema Roldán no eligió su destino emocional.
A los 17 años, con la inocencia de quien aún depende de las decisiones familiares, fue obligada a casarse con un general retirado del ejército.

Era un hombre autoritario, rígido, violento, acostumbrado a imponer su voluntad por la fuerza.
El matrimonio no fue un hogar, sino una condena.
Desde los primeros días, los empujones se convirtieron en bofetadas, las bofetadas en golpes cerrados, y los golpes en una rutina que se repetía como un martillo que destrozaba poco a poco la vida de la joven actriz.
Detrás de las paredes de una casa silenciosa, Ema vivía aterrada, temblando cada vez que escuchaba a su esposo regresar.
Intentó pedir ayuda a sus padres, pero encontró frialdad y miedo.
Ellos también temían enfrentarse al militar, por lo que la joven quedó atrapada en una prisión sin barrotes, hecha de terror y resignación.
Día tras día, cada golpe parecía arrancarle un pedazo de alma.
Hasta que una noche, después de soportar una nueva golpiza, la desesperación se convirtió en determinación.
Mientras el general dormía ebrio, Ema caminó hacia la cocina, tomó un cuchillo y regresó a la habitación.
Sin temblar, sin dudar, lo apuñaló en el pecho.
El hombre apenas pudo exhalar un sonido antes de morir.

Al ver el cadáver, la actriz quedó paralizada, enfrentándose a la magnitud del acto que acababa de cometer.
Sin embargo, dentro de ella sintió un silencio profundo, un alivio desconocido después de meses de horror.
Aunque el crimen pudo haberla llevado a prisión, sus padres actuaron con rapidez, pagando enormes sumas de dinero para borrar toda evidencia y proteger tanto el nombre del general como la reputación de su hija.
En semanas, Ema quedó libre.
Su matrimonio había durado ocho meses que parecieron una vida eterna.
Jamás se habló públicamente de su crimen y la actriz continuó su carrera como si nada hubiera ocurrido.
La segunda historia pertenece a Carmen Molina, otra actriz de reparto que vivió una tragedia similar.
En 1938, cuando apenas comenzaba su carrera cinematográfica, Carmen se enamoró de un policía de tránsito que parecía amable y protector.
Sin embargo, el alcohol mostraba una versión completamente diferente de él: violento, agresivo e incontrolable.
Las golpizas comenzaron temprano y, aunque los vecinos escuchaban los gritos y los llantos, nadie intervenía.
La actriz vivió atrapada en un ciclo interminable de promesas vacías y abusos constantes.

El matrimonio duró un año y medio, tiempo en el que su carrera comenzaba a ascender mientras su vida privada se desmoronaba.
Una noche, después de una golpiza brutal, Carmen huyó.
Vagó durante horas, preguntándose cómo escapar de un destino que parecía sentenciado.
Cuando regresó, lo hizo con una decisión tomada.
Entró a la habitación, tomó la pistola de su esposo y le disparó mientras dormía.
No hubo súplicas.
No hubo palabras.
Solo un disparo que puso fin al tormento.
Este crimen pudo haberla condenado a décadas de prisión, pero un giro inesperado cambió su destino.
El famoso actor Jorge Negrete intervino, moviendo influencias, presionando autoridades y manipulando la versión oficial hasta convertirlo en un caso de legítima defensa.
Carmen quedó libre, pero nunca pudo borrar de su memoria aquella noche.
El cine mexicano tampoco lo olvidó, aunque lo ocultó tras rumores y silencios convenientes.
La tercera historia corresponde a Tonia la Negra, una icónica cantante y actriz cuyo talento deslumbró a generaciones, mientras una tragedia oculta se mantuvo sepultada bajo la sombra de su fama.
Obligada a casarse a los 17 años con un hacendado poderoso, Toña entró en un matrimonio sin amor y lleno de miedo.
Su esposo era manipulador, agresivo y prepotente, características que pronto se convirtieron en la pesadilla diaria de la joven artista.
Pero el punto de quiebre llegó el día en que el hombre asesinó al padre de Toña durante un juego de cartas, sin remordimiento alguno.
El dolor y la rabia se apoderaron de la joven, quien comprendió que estaba casada con un asesino que jamás enfrentaría la justicia.
Consumida por el deseo de venganza, Toña esperó el momento adecuado.
Una tarde, cuando su esposo estaba desprevenido, tomó un arma y le disparó tres veces en la cabeza.
Cada disparo fue un eco de la justicia que la vida le había negado.
Este asesinato, como los otros, nunca fue investigado.
La influencia y el dinero de la familia del hacendado se encargaron de ocultar todo, permitiendo que Tonia siguiera adelante con su vida pública sin consecuencias legales.
Estas historias, aunque distantes en el tiempo, revelan una realidad contundente: en un mundo donde la violencia doméstica era ignorada y silenciada, estas mujeres encontraron en el crimen su última salida.
No justifican sus actos, pero explican cómo la desesperación y la falta de ayuda las llevaron a extremos inimaginables.
El cine mexicano, con toda su gloria y brillo, también esconde rincones oscuros donde la vida superó al drama, donde la realidad fue más brutal que cualquier guion.