En la historia del fútbol mexicano existen nombres que han quedado grabados en la memoria colectiva por su talento, su entrega y su capacidad de inspirar a generaciones enteras.
Entre ellos, uno brilla con una mezcla de gloria y tragedia: Pablo Larios Iwasaki, para muchos el mejor portero mexicano de todos los tiempos.
Su vida fue un ascenso meteórico desde la humildad de Zacatepec hasta la gloria de un Mundial, pero también un descenso doloroso hacia la soledad, las adicciones y finalmente la muerte prematura.
Recordar su trayectoria es enfrentarse a un relato de luces y sombras, de hazañas deportivas y tragedias personales que marcaron el destino de un hombre que lo tuvo todo y terminó sin nada.
Pablo Larios nació el 31 de julio de 1960 en Zacatepec, Morelos, en una familia trabajadora.
Su apellido japonés provenía de su madre, descendiente de inmigrantes, mientras que su infancia estuvo marcada por el esfuerzo físico y la austeridad.
Desde niño ayudaba a su padre cargando bultos de cemento en la tienda de materiales de construcción, y en sus ratos libres se entregaba al fútbol en canchas improvisadas, muchas veces descalzo y con balones hechos de lo que hubiera a mano.
Lo que lo distinguía no era el entorno, sino su instinto felino, su capacidad de volar en busca de balones imposibles y una ambición que no conocía límites.
Su debut profesional llegó en 1980 con Zacatepec, en el histórico estadio Coruco Díaz. Allí, sus actuaciones empezaron a llamar la atención.
No era un arquero convencional: arriesgaba en cada jugada, salía de su área con valentía, jugaba con los pies cuando pocos lo hacían y se lanzaba al vacío con una elasticidad espectacular.
Muchos años después, ese estilo sería atribuido a Jorge Campos, pero fue Larios quien abrió el camino, revolucionando la manera de entender la portería en México.
Sus atajadas eran acrobáticas, a veces exageradas, pero siempre efectivas. El espectáculo y la seguridad iban de la mano en sus manos.
En 1984 fichó por Cruz Azul y se convirtió en un ídolo nacional.
En la portería de “La Máquina” se consolidó como una figura temida por los delanteros y admirada por la afición.
Sus actuaciones lo llevaron a la selección mexicana, y en 1986, bajo el mando de Bora Milutinovic, se convirtió en el arquero titular del Mundial que se disputó en México.
Fue allí donde alcanzó la cima de su carrera.
Larios llevó al Tricolor hasta los cuartos de final, el famoso “quinto partido” que todavía se recuerda como uno de los momentos más gloriosos del fútbol nacional.
Solo recibió dos goles en toda la competición, un récord histórico que ningún otro portero mexicano ha superado.
Sus atajadas ante Alemania, en aquel inolvidable partido de cuartos decidido en penales, lo convirtieron en un héroe para millones.
Después del Mundial, su carrera continuó con paso firme. Defendió la camiseta del Puebla y más tarde la del Toros Neza, un club excéntrico que encajaba perfectamente con su estilo rebelde y arriesgado.
En su mejor momento, Larios fue uno de los jugadores mejor pagados del país.
Poseía una colección de autos clásicos y disfrutaba de lujos que nunca imaginó en su infancia.
Sin embargo, nunca perdió del todo su sencillez: seguía siendo un hombre reservado, más dado a expresarse con atajadas que con declaraciones.
Era respetado por compañeros y rivales, amado por la afición.
Parecía que nada podría derribarlo.
Pero la vida, implacable, le tenía reservados golpes devastadores. En 1999, ya retirado del profesionalismo, sufrió la muerte de su padre.
Apenas dos meses después falleció también su esposa. Dos pérdidas casi consecutivas lo dejaron herido de muerte en lo emocional.
A eso se sumó, pocos años más tarde, la tragedia más brutal: la muerte de su hijo mayor al intentar cruzar el río Bravo para llegar a Estados Unidos.
El joven de 19 años se ahogó y con él se fue una parte del alma de Pablo. Poco después, también falleció su hermana, y su hija fue secuestrada.
Una seguidilla de golpes imposibles de asimilar para cualquier ser humano.
El arquero que había resistido los embates de delanteros feroces y la presión de estadios repletos no pudo contener el dolor de tantas pérdidas.
Buscó refugio en la cocaína, primero como un escape, luego como dependencia, hasta que se convirtió en condena.
Su cuerpo comenzó a pagar el precio: más de veinte operaciones de tabique no lograron reparar el daño causado por el consumo.
Su rostro quedó desfigurado, marcado para siempre. La imagen del ídolo del 86 se transformó en la de un hombre irreconocible, con vendajes en la cara y la mirada perdida.
De la gloria pasó al juicio cruel de una sociedad que primero lo encumbró y después lo olvidó.
En sus años más oscuros, Larios cayó en la soledad más absoluta.
Orgulloso y reservado, no era de pedir ayuda. Prefería enfrentar sus batallas en silencio, aunque eso significara hundirse más.
Sin embargo, en medio de esa oscuridad, surgió un intento de redención.
En los últimos años de su vida, decidió compartir su experiencia con jóvenes en escuelas, canchas y centros comunitarios.
Con el rostro marcado por las cicatrices y la voz cascada, hablaba sin filtros de su carrera, de la gloria de un Mundial y del infierno de las drogas.
No buscaba lástima, buscaba conciencia. Si su testimonio podía evitar que un solo joven cayera en la misma trampa, valía la pena.
Fue su manera de luchar una última batalla, ya no en la cancha, sino en la vida real.
El 31 de enero de 2019, Pablo Larios murió en Puebla a los 58 años. Una parálisis intestinal y un paro respiratorio pusieron fin a su existencia.
Estaba cansado, su cuerpo no resistía más después de tantas operaciones, adicciones y tristezas acumuladas.
Murió lejos de los estadios, sin homenajes nacionales, sin el reconocimiento que merecía.
Lo despidieron algunos excompañeros, periodistas y aficionados fieles, pero el adiós estuvo lejos de estar a la altura de su legado.
Se fue en silencio, como había vivido sus últimos años, pero dejando una huella imborrable en la historia del fútbol mexicano.
Recordar a Pablo Larios es recordar al portero que cambió la forma de entender la posición en México, al arquero del quinto partido, al hombre que resistió todo en la cancha, pero que en la vida fue derrumbado por el dolor y la tragedia.
Es también una lección sobre la fragilidad humana, sobre cómo detrás de los héroes deportivos hay personas que sufren y luchan como cualquiera.
Su historia, marcada por la gloria y la caída, sigue siendo un espejo para la sociedad: la fama no protege de la tristeza, y la grandeza en el deporte no garantiza la paz en la vida.
Pablo Larios voló alto, como siempre soñó, pero al final cayó de la manera más dura.
Y sin embargo, en cada recuerdo, en cada atajada inmortal, seguirá vivo como el guardián eterno de la portería mexicana.
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