El 30 de octubre de 2023, México despertó con una noticia que resonó en todos los rincones del país: Fernando Almada había fallecido a la edad de 94 años.
No se trataba solo de la muerte de un actor veterano, sino del cierre de una era en la historia del cine mexicano.
Fernando, junto a su hermano Mario, había formado un dúo legendario que definió la identidad cultural de varias generaciones. Su partida marcó el final de un capítulo insustituible en la cinematografía nacional.

La Asociación Nacional de Actores (ANDA) fue la primera en emitir un comunicado sobre su fallecimiento, informando que Fernando había partido pacíficamente en la intimidad de su hogar.
En cuestión de minutos, las redes sociales se inundaron de mensajes de admiración y condolencias.
Jóvenes cineastas compartieron escenas de sus películas más icónicas, como “La Banda del Carro Rojo” y “Nido de Águilas”, mientras que los cines en Sonora, su tierra natal, proyectaron sus obras clásicas, transformando las salas en templos de memoria colectiva.
La frase “El último jinete ha vuelto a casa” se repetía en pancartas y comentarios, simbolizando la profunda conexión que Fernando tenía con su público.
Fernando Almada no solo fue un actor, sino un narrador que supo capturar la dureza del campo, la desigualdad de los pueblos y la valentía de los marginados.
Sus historias resonaban con el público, que podía identificarse con los personajes que interpretaba.
En sus últimos meses, Fernando disfrutó de la compañía de amigos cercanos y jóvenes actores, a quienes transmitió su vasta experiencia y sabiduría.
“Ya conté mis historias, ahora les toca a ustedes”, solía decir, reflejando su humildad y deseo de ver a la nueva generación brillar.
La muerte de Fernando también puso de relieve la dualidad entre él y su hermano Mario.

Mientras Mario fue recordado como el forajido eterno, el hombre indestructible del cine mexicano, Fernando se destacó por su carácter meticuloso y reflexivo.
Los críticos destacaron que Fernando era el arquitecto de la narrativa, el que construía el andamiaje invisible que daba sentido al espectáculo.
Sin él, la leyenda de los Almada estaría incompleta.
Los homenajes se multiplicaron en todo el país, con festivales de cine organizando retrospectivas y mesas redondas donde directores jóvenes hablaban del impacto de las películas de los Almada en sus carreras.
En la Ciudad de México, un mural comenzó a pintarse en la colonia Doctores, representando a los dos hermanos avanzando juntos hacia un horizonte polvoriento, simbolizando su unión eterna a pesar de la separación física.
En sus últimos años, Fernando comenzó a hablar con franqueza sobre su hermano Mario.
Durante décadas, el público había visto a Mario como el héroe indestructible, pero Fernando reveló un lado más humano y vulnerable.
En entrevistas, describió a Mario como un hombre bondadoso y tímido, que prefería la calma del hogar a la fama.
“El verdadero poder de mi hermano no residía en los tiroteos, sino en la decencia con la que enfrentaba la vida cotidiana”, confesó Fernando, rompiendo así el mito del pistolero eterno.

Esta revelación sorprendió a muchos, ya que mostraba a Mario como un hombre común con miedos y emociones, lo que humanizó su leyenda.
Fernando quería que se recordara a Mario no solo como un ícono del cine, sino como un hermano, un padre y un amigo que enfrentaba la vida con dignidad.
Los Almada fueron más que actores; fueron símbolos culturales que reflejaron la realidad social de México.
En una época en que la industria cinematográfica enfrentaba desafíos, ellos levantaron un cine propio, crudo y vibrante, que resonaba con la gente.
Sus películas, como “Nido de Águilas” y “El Fiscal de Hierro”, retrataban un México real, con personajes que eran campesinos, rebeldes y policías corruptos.
La química entre los hermanos era esencial; Mario traía la energía y la improvisación, mientras que Fernando aportaba la reflexión y la minuciosidad.
A pesar de las críticas que recibieron, los Almada lograron conectar con un público que se sentía representado en sus historias.
A medida que el cine mexicano se enfrentaba a la competencia de Hollywood, ellos se negaron a rendirse, manteniendo viva la llama del cine nacional.
A lo largo de los años 80 y 90, cuando la industria cinematográfica mexicana atravesaba una crisis, los Almada continuaron trabajando con disciplina.
A pesar de los presupuestos reducidos y las dificultades, lograron mantener una producción constante.
Fernando, aunque optó por participar en menos proyectos, dedicó su tiempo a escribir y dirigir, mientras que Mario continuó filmando hasta bien entrados los años 2000.
La fortaleza de su vínculo fraterno se hizo evidente en esos momentos difíciles. Fernando asumió el papel de sostén emocional durante las crisis personales de Mario, mientras que este último siempre estaba dispuesto a levantar el ánimo de su hermano.
La complicidad entre ellos fue fundamental para su longevidad artística.
Con la muerte de Mario en 2016 y la de Fernando en 2023, el legado de los Almada perdura.
Sus películas siguen vivas en plataformas digitales y videotecas, y su historia es un testimonio del valor del cine como herramienta de memoria y reflexión social.
Fernando dejó claro que detrás de cada leyenda hay un hermano, un compañero de camino. “El cine se acaba, pero la hermandad no muere”, afirmó, encapsulando la esencia de su legado.
La historia de los Almada es, en el fondo, la historia de dos muchachos de Sonora que nunca dejaron de cabalgar juntos, enfrentando las tormentas de la vida.
Su contribución al cine mexicano es innegable, y su influencia continuará resonando en las generaciones futuras.
Fernando y Mario Almada no solo fueron actores, sino también cronistas de un México olvidado, guardianes de una épica popular que sigue viva en el corazón del pueblo.
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