María de los Ángeles Félix Hüereña, mejor conocida como María Félix o “La Doña”, nació el 8 de abril de 1914 en Álamos, Sonora.
Su vida y carrera se convirtieron en un mito forjado entre escándalos, amores intensos y una personalidad que nunca aceptó ser dominada.
Desde su infancia, María mostró un carácter fuerte y una ambición inquebrantable que la llevaron a convertirse en una de las figuras más emblemáticas del cine mexicano y un símbolo de poder femenino en una época dominada por hombres.
María fue la única morena entre once hermanos rubios y delicados.
Su infancia fue una batalla silenciosa, marcada por el rechazo de sus hermanas y la indiferencia de su madre, con la excepción de su hermano Pablo, su único aliado.
La relación con Pablo fue tan intensa que llegó a preocupar a su madre, quien decidió enviarlo lejos para evitar confusiones, aunque nunca se supo la verdad detrás de esos rumores.
Desde niña, María no encajaba en los moldes tradicionales de la feminidad.
No jugaba con muñecas ni soñaba con príncipes; en cambio, montaba caballos y anhelaba poder.
Su destreza como jinete le ganó el respeto de los hombres del rancho y su belleza comenzó a florecer, lo que la llevó a ser coronada reina de belleza en la Universidad de Guadalajara, un título que marcó el inicio de su leyenda.
A los 20 años, María se casó con Enrique Álvarez a la Torre, un matrimonio tormentoso que terminó en divorcio tras siete años.
Enrique era un hombre posesivo y machista que le quitó la custodia de su único hijo, Enrique Álvarez Félix, alejándolo de ella.
Esta injusticia encendió en María una promesa silenciosa de venganza: algún día sería más poderosa y recuperaría a su hijo sin que él pudiera evitarlo.
Su vida amorosa estuvo marcada por relaciones intensas y turbulentas.
Su segundo matrimonio fue con el compositor Agustín Lara, quien la amaba profundamente pero estaba consumido por los celos, llegando incluso a sacar un arma durante una discusión.
María no dudó en dejarlo, manteniendo siempre su orgullo y dignidad.
Su ingreso al cine fue inesperado y lleno de drama.
El director Fernando Palacios la descubrió en la Ciudad de México y le ofreció un papel, pero María respondió con un rotundo rechazo, dejando claro que solo entraría al cine por la puerta grande y en sus propios términos.
Su primera película, *El Peñón de las Ánimas*, la enfrentó a Jorge Negrete, quien desde el principio la detestó, no por su talento, sino por celos profesionales.
El gran salto llegó con *Doña Bárbara*, donde María se consolidó como “La Doña”.
Su sola presencia dominaba la pantalla, y aunque su imagen provocó rechazo entre sectores conservadores, ella se reía, consciente de que el escándalo alimentaba su magnetismo y popularidad.
María Félix fue una mujer que impuso sus condiciones en una industria dominada por hombres.
Exigía el pago más alto, el protagonismo absoluto y el control total sobre sus proyectos.
Su encuentro con Dolores del Río, otra gran estrella mexicana, fue una batalla silenciosa de egos y presencias, donde ambas se midieron sin llegar a la enemistad, pero tampoco a la amistad.
Su carrera se internacionalizó, filmando en Europa y regresando como un icono que podía elegir guiones, directores y coprotagonistas.
Si algo no le gustaba, cancelaba el proyecto sin titubear.
El cine mexicano giraba alrededor de su voluntad, y María se convirtió en una emperatriz frente a las cámaras.
La vida no fue amable con María fuera de la pantalla.
En 1957, mientras filmaba *Flor de Mayo*, sufrió un accidente que le hizo perder un hijo que esperaba, un golpe que la dejó vacía por dentro pero que nunca mostró públicamente.
Años después, la muerte de su tercer esposo, el banquero francés Alexander Berger, y luego la de su madre, la sumieron en una profunda depresión.
Para sobrellevar el dolor, María volvió a sus caballos, su gran amor y refugio.
Encontraba en ellos lealtad y compañía, lejos de la envidia y la traición del mundo humano.
Sin embargo, la pérdida más devastadora llegó en 1996 con la muerte de su hijo, Enrique Álvarez Félix, su inseparable cómplice.
María guardó silencio y se encerró en su dolor, mostrando al mundo una fortaleza implacable.
Pedro Infante, otro ícono del cine mexicano, deseaba trabajar con María Félix desde hacía años.
Sin embargo, María lo despreciaba, considerándolo un actor limitado y populachero.
A pesar de los esfuerzos del director Ismael Rodríguez y de Pedro mismo, María se negó inicialmente a aceptar el proyecto *Tisoc*, incluso rechazando el guion y negándose a leerlo completo.
La negociación fue intensa: María exigió el pago más alto jamás ofrecido a una actriz mexicana y que su nombre apareciera primero en los créditos, por encima de Pedro Infante.
Además, pidió una película exclusiva con un gran presupuesto para ella como protagonista absoluta, compromiso que llevó al director a hipotecar su casa para cumplirlo.
Finalmente, María cedió y firmó el contrato en secreto, mientras Pedro esperaba en una habitación oculta.
La película fue un éxito internacional y Pedro ganó el Oso de Plata en Berlín, aunque María nunca estuvo satisfecha con su papel ni con la película.
María Félix murió el 8 de abril de 2002, exactamente en su cumpleaños número 88, como si hubiera decidido controlar también el momento de su partida.
Su muerte fue silenciosa, sin cámaras ni escándalos, y dejó instrucciones claras para que no se le realizara autopsia ni se abriera su cerebro, manteniendo el control hasta el último acto.
Su testamento fue igual de calculador: dejó su fortuna a unos pocos elegidos, excluyendo a muchos familiares, y protegió su colección de joyas, caballos y vestidos con vigilancia legal para evitar disputas.
Su famosa habitación azul, un santuario personal lleno de secretos, fue cerrada y permanece inaccesible.
María Félix fue mucho más que una actriz; fue un huracán envuelto en perlas, una mujer que rompió todas las reglas sin pedir disculpas.
En un mundo dominado por hombres, se sentó en la cabecera sin permiso y pagó el precio con soledad, traiciones y pérdidas, pero nunca se doblegó.
Su belleza abrió puertas, pero fue su carácter lo que las mantuvo abiertas.
En su vejez, afirmó que viviría la misma vida, pero con aún más intensidad, porque eso fue María: intensidad pura, una mujer que nunca permitió que la narraran, sino que escribió su propia historia con sangre, escándalos, arte y fuego.
Aunque ya no está, cada vez que alguien pronuncia su nombre con admiración, miedo o deseo, “La Doña” vuelve a nacer, eterna e indomable.
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