MI PADRE ODIABA A JUAN GABRIEL… AHORA ENTIENDO POR QUÉ.

Durante 30 años, la relación entre mi padre y Juan Gabriel fue un misterio para mí.

Cada vez que sonaba una canción del divo de Juárez en la radio, mi padre, Roberto Mendoza, cambiaba la estación con una expresión de rabia que nunca supe interpretar.

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Si alguien mencionaba a Juan Gabriel cerca de él, se levantaba y se marchaba sin decir palabra.

Mi padre era un hombre honesto, trabajador y querido en Ciudad Juárez, dueño de una pequeña tienda de abarrotes, pero había algo en Juan Gabriel que despertaba en él un odio profundo.

Solo después de su fallecimiento comprendí la verdad detrás de ese sentimiento.

 

Al cerrar la tienda y ordenar las pertenencias de mi padre tras su muerte, encontré una caja de zapatos oculta bajo una tabla del sótano.

La caja estaba sellada y guardaba un tesoro de recuerdos: fotografías en blanco y negro, cartas y documentos que revelaban una amistad profunda y olvidada entre mi padre y Alberto Aguilera Baladés, el verdadero nombre de Juan Gabriel.

 

Las imágenes mostraban a dos jóvenes sonrientes, abrazados, trabajando juntos en un taller mecánico, compartiendo cervezas en una cantina y compitiendo en partidos de fútbol.

Las cartas, fechadas desde 1960, relataban sueños, esperanzas y la lucha de Alberto por convertirse en cantante.

Me di cuenta de que mi padre y Juan Gabriel habían sido inseparables en su juventud, compartiendo ilusiones y confidencias.

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Alberto le contaba a mi padre sobre sus primeros pasos en la música, sus dificultades y su determinación.

En una carta de 1969, le revelaba que había adoptado el nombre artístico de Adán Luna y que finalmente podía vivir de su pasión.

Sin embargo, también confesaba haber sacrificado su dignidad para conseguir un contrato discográfico, pidiéndole comprensión a mi padre.

 

La respuesta de mi padre fue clara y sincera: le pidió que no olvidara quién era y que no se perdiera en el mundo del espectáculo.

Pero la amistad se quebró cuando Alberto le escribió que ya no podían seguir siendo amigos, que su nueva vida no tenía lugar para su pasado.

Mi padre intentó mantener el contacto, pero las cartas fueron devueltas sin abrir.

El joven soñador que había conocido desapareció, reemplazado por la estrella que se convertiría en Juan Gabriel.

 

Mi padre guardó todo lo relacionado con su antigua amistad: recortes de prensa, fotografías y discos que nunca escuchó.

En 1975, intentó acercarse a Juan Gabriel en un concierto, pero fue humillado por la seguridad, que no le permitió el acceso.

Esa noche quedó grabada en su corazón como una herida profunda.

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Cada éxito de Juan Gabriel, cada aparición en televisión, era para mi padre un recordatorio doloroso de la traición.

Su amor se convirtió en resentimiento y luego en odio, no hacia el artista, sino hacia la decisión de borrar su pasado y negar a quienes lo amaron antes de la fama.

 

Durante décadas, mi padre cargó con el peso de esa pérdida.

Aunque Juan Gabriel alcanzó la fama y el reconocimiento, para él siempre fue el amigo que se fue, el hermano del alma que eligió otro camino.

En una carta que nunca envió, le expresaba su dolor por el abandono y su esperanza de que algún día pudieran reencontrarse.

 

Cuando Juan Gabriel murió en 2016, mi padre se encerró en su habitación, llorando la muerte de un amigo que había perdido mucho antes.

En la última carta que escribió, le pedía perdón y le agradecía por los años felices compartidos, deseando que encontrara la paz que no tuvo en vida.

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Ahora comprendo que mi padre no odiaba a Juan Gabriel como artista, sino que lloraba la pérdida de Alberto, su amigo de juventud.

Su odio era un amor herido, un cariño que nunca pudo expresar, una amistad que nunca pudo despedir.

 

Cada canción del divo de Juárez lleva un pedacito de ese joven soñador que mi padre amó y que, a pesar de todo, sigue vivo en la música y en el recuerdo.

Esta historia es un homenaje a la amistad, al dolor del abandono y a la esperanza de reconciliación que trasciende el tiempo y la fama.

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