En el México de 1927, mientras el país trataba de dejar atrás las heridas de la Revolución y la capital se convertía en el corazón vibrante del espectáculo latinoamericano, una historia secreta nacía entre las sombras de los teatros y los camerinos.
Una historia que, durante décadas, permanecería oculta, marcada por el amor, la vergüenza y la traición, y que más tarde revelaría un sorprendente lazo entre dos grandes figuras del entretenimiento mexicano: el actor español Alberto Galán y el inolvidable comediante Chucho Salinas.

Alberto Galán había llegado a México buscando el futuro que su tierra natal, España, desgarrada por las tensiones políticas, ya no podía ofrecerle.
Era un hombre apuesto, de porte distinguido y mirada penetrante, que en poco tiempo conquistó el aplauso del público mexicano.
Su acento ibérico, su voz grave y su elegancia natural lo convirtieron en uno de los galanes más codiciados del teatro de los años veinte.
En los escenarios del Distrito Federal, su nombre empezaba a figurar junto al de las grandes estrellas de la época, y su vida parecía una historia perfecta: éxito profesional, dinero y una esposa de buena familia que lo acompañaba orgullosa a los estrenos.
Pero detrás de esa imagen impecable se escondía una doble vida.
En los teatros más modestos del centro histórico, donde los artistas luchaban por hacerse un lugar entre las zarzuelas, los tangos y los espectáculos de variedades, Alberto conoció a Josefina Rivas, una joven bailarina mexicana de apenas veinte años.
De origen humilde, Josefina soñaba con triunfar sobre los escenarios, pero su destino cambió el día que aquel actor de renombre la miró por primera vez.
Ella era morena, vivaz, con una sonrisa traviesa que irradiaba autenticidad, algo que contrastaba con la fría compostura de la esposa de Galán.
Lo que comenzó como una aventura clandestina se transformó rápidamente en una pasión intensa y peligrosa.
Alberto, enamorado hasta la locura, le alquiló un pequeño departamento, la colmó de regalos y pasaba con ella noches enteras lejos de la mirada del público y de la alta sociedad.
Sin embargo, el secreto no podría mantenerse para siempre.

Meses después, Josefina le confesó entre lágrimas que estaba embarazada.
La noticia cayó sobre Alberto como una sentencia: sabía que reconocer al hijo significaría el fin de su carrera y su ruina social.
En un principio, prometió hacerse cargo del niño y mantenerlo oculto, al menos hasta que encontrara una salida.
Pero el rumor llegó pronto a oídos de su esposa.
La mujer, furiosa y humillada, lo enfrentó sin titubeos: si Alberto se atrevía a reconocer al hijo de otra, lo denunciaría por adulterio y lo haría encarcelar.
En aquella época, la infidelidad era un delito que podía destruir no solo la reputación de un hombre, sino también su libertad.
Además, lo amenazó con usar sus influencias para arruinar su nombre en el mundo del cine mexicano.
El miedo venció al amor.
Alberto Galán, temeroso de perderlo todo, eligió el silencio.
Cuando Josefina dio a luz a un niño al que llamó Jesús, el actor no apareció.
No hubo flores, ni cartas, ni dinero.
Desapareció como si aquella historia jamás hubiera existido.
La joven bailarina, devastada, se vio obligada a criar sola a su hijo, trabajando como lavandera y empleada doméstica para sobrevivir.
El pequeño Jesús creció en la pobreza, pero con un espíritu alegre y una chispa innata para el humor.
En las vecindades del barrio imitaba a los vecinos y hacía reír a todos, sin imaginar que en el mundo del espectáculo su verdadero padre ya era una figura reconocida.
Años después, en su adolescencia, Chucho Salinas —como sería conocido más tarde— descubrió la verdad por accidente.
Un viejo amigo de su madre le confesó que su padre era un actor español famoso que la había abandonado.
Cuando Jesús enfrentó a Josefina, ella no pudo negarlo.
Le mostró una vieja fotografía recortada de una revista: era Alberto Galán, su padre biológico.
El joven, impactado, juró que jamás lo buscaría.
“No quiero nada de él —dijo— ni su nombre, ni su dinero, ni su perdón.”
El tiempo pasó, y aquel niño sin padre se convirtió en uno de los cómicos más queridos del cine y la televisión mexicana.
Con su carisma y su humor agudo, Chucho Salinas hizo reír a millones en los años sesenta y setenta, protagonizando películas, programas de televisión y obras teatrales.
Sin embargo, detrás de las carcajadas se escondía una herida que nunca cerró.
Muchos en el medio artístico notaban el parecido entre Chucho y Alberto Galán: la frente amplia, los ojos profundos, la sonrisa socarrona.
El rumor de su parentesco corría entre los pasillos de Televisa y los camerinos del Teatro Blanquita, aunque nunca se mencionaba abiertamente.

Los periodistas, intrigados por el misterio, solían preguntarle a Chucho sobre sus orígenes.
Él, fiel a su estilo, respondía con bromas y ocurrencias para evadir el tema.
Pero en confianza, con sus amigos más cercanos, admitía la verdad: “Mi padre fue un cobarde —decía—, y un hombre que abandona a su hijo no merece llamarse padre.” A pesar de esa amargura, Chucho nunca buscó venganza ni escándalos.
Eligió convertir su dolor en humor, y quizás esa fue la clave de su éxito.
Mientras tanto, Alberto Galán continuó su carrera sin reconocer jamás a su hijo.
Participó en decenas de películas durante la Época de Oro del cine mexicano, actuando junto a figuras como Pedro Infante, Jorge Negrete y María Félix.
Su nombre quedó grabado en la historia del cine, pero su vida personal permaneció marcada por el secreto.
Quienes lo conocieron aseguran que, en sus últimos años, el actor se mostraba melancólico, como si lo persiguiera un peso del pasado que no podía confesar.
Cuando Alberto murió, nunca imaginó que el niño al que había negado se convertiría en una leyenda del humor mexicano.
Décadas después, el público descubriría la verdad gracias a las investigaciones de periodistas y biógrafos que rescataron esta historia del olvido.
Lo que comenzó como un escándalo oculto en los años veinte se transformó en una lección sobre el amor, la vergüenza y el perdón.

Chucho Salinas, a pesar de su origen doloroso, logró construir una carrera basada en la alegría.
Su talento y su carisma lo convirtieron en una figura entrañable del entretenimiento mexicano, recordado por su ingenio y su sencillez.
Y aunque nunca llevó el apellido Galán, fue él quien, con su risa, inmortalizó el nombre que su padre quiso enterrar.
Hoy, al mirar atrás, la historia de Alberto Galán y Josefina Rivas no solo revela las hipocresías de una época, sino también la fuerza de una madre y la resiliencia de un hijo que transformó el abandono en arte.
En los escenarios donde alguna vez se cruzaron sus destinos, aún resuena el eco de una verdad que tardó medio siglo en salir a la luz: detrás de cada comediante que hace reír, a veces hay una historia que duele profundamente.