“Todo era una fachada”: revelan cómo operaba el sofisticado entramado millonario de Álvarez Puga 🧨
Todo comenzó con un patrón que parecía insignificante: una serie de empresas registradas con nombres poco conocidos, sin oficinas reales y con domicilios repetidos.

Al principio, nadie prestó atención.
Pero los números no mentían.
Tras las fachadas vacías se escondía una red bien estructurada, un sistema calculado que permitía mover millones sin dejar rastros evidentes.
Según los informes de las autoridades, Álvarez Puga no era un simple empresario: era el cerebro detrás de una maquinaria diseñada para disfrazar dinero, multiplicarlo y hacerlo desaparecer en cuestión de segundos.
El método era tan simple como brillante en su perversidad.
Decenas de compañías fueron creadas bajo el esquema de “servicios especializados”.
En el papel, todo lucía impecable: contratos legítimos, sellos, firmas y comprobantes fiscales.

Pero cuando se miraba de cerca, las coincidencias eran demasiado evidentes: los mismos representantes legales, los mismos correos, las mismas direcciones.
Todo formaba parte de una coreografía meticulosa, ejecutada con precisión durante años.
Los testimonios de excolaboradores revelan que el sistema operaba como un reloj.
Cada movimiento tenía su función: algunas empresas facturaban, otras recibían el dinero, y unas más lo dispersaban en cuentas difíciles de rastrear.
Se usaban prestanombres —personas humildes que ni siquiera sabían que figuraban como dueños de sociedades multimillonarias—, mientras los verdaderos beneficiarios permanecían ocultos detrás de un muro de abogados y contadores.
Pero la historia tomó un giro cuando las autoridades comenzaron a seguir el rastro de los contratos otorgados por dependencias gubernamentales.
Era ahí donde el hilo conducía directamente al matrimonio Álvarez Puga–Gómez Mont.
A través de contratos inflados y servicios que nunca se prestaron, la red habría desviado cientos de millones de pesos.
Los documentos filtrados mostraban firmas falsas, facturas duplicadas y operaciones inexistentes.
Y todo eso pasaba frente a los ojos de instituciones que, por años, decidieron no ver.
Una fuente cercana a la investigación lo describió de forma escalofriante: “Era un sistema tan bien armado que parecía legal.
Todo cuadraba, pero nada existía.
” Esa era la esencia del negocio: crear la ilusión de legalidad.
Cada factura era una historia inventada; cada empresa, una sombra.
Detrás, el dinero fluía hacia cuentas en paraísos fiscales, inversiones inmobiliarias y gastos personales disfrazados de servicios.
La opulencia en la que vivía la pareja —viajes en jets privados, mansiones en el extranjero, ropa de diseñador, relojes exclusivos— comenzó a levantar sospechas cuando los números no coincidían con los ingresos declarados.
Fue entonces cuando la fiscalía armó el rompecabezas.
Las piezas encajaban con precisión: las empresas fantasma, los contratos públicos y la firma de Álvarez Puga aparecían una y otra vez, como una firma oculta en cada esquina del fraude.
Lo más impactante fue descubrir cómo lograba mantener el control absoluto sin aparecer directamente en los documentos.
Usaba intermediarios, socios aparentes y estructuras cruzadas para no dejar huellas directas.
Era un arte de la invisibilidad.

Las factureras funcionaban como piezas de dominó: si una caía, las demás se reacomodaban para sostener el sistema.
En paralelo, el estilo de vida del matrimonio se convertía en parte del espectáculo mediático.
Mientras en la televisión se mostraban risas, fiestas y glamour, detrás se tejía una red de operaciones financieras que pocos podían comprender.
La figura de Inés Gómez Mont, siempre sonriente ante las cámaras, se convirtió sin querer en el rostro visible de un imperio sostenido sobre papeles falsos.
Cuando estalló el escándalo, el país se dividió entre la incredulidad y la indignación.
Muchos no podían creer que detrás de una pareja tan admirada se escondiera un mecanismo tan sofisticado de evasión y lavado.
Las autoridades revelaron que la red no solo implicaba a empresas privadas, sino que había vínculos con funcionarios públicos, lo que hacía aún más turbia la trama.
Los investigadores describen la operación como una “hidra financiera”: cada vez que cortaban una cabeza, aparecían dos nuevas.
Nuevas empresas, nuevos nombres, nuevas rutas del dinero.
El sistema se autorreparaba, como si tuviera vida propia.
Pero finalmente, las inconsistencias fueron imposibles de ocultar.
Un error —una factura repetida, un depósito fuera de lugar— abrió la puerta a una investigación que hoy sacude los cimientos del círculo empresarial y político del país.
Desde entonces, el paradero de Álvarez Puga y Gómez Mont se ha convertido en un misterio.
Hay quienes aseguran que siguen moviendo hilos desde el extranjero, otros afirman que viven ocultos, esperando que el tiempo borre las huellas.
Pero lo cierto es que la imagen pública del matrimonio quedó marcada para siempre.
Hoy, los fiscales siguen reconstruyendo cada pieza del rompecabezas financiero.
Lo que comenzó como un rumor sobre empresas sospechosas terminó revelando una red de corrupción que abarcaba estados, dependencias y funcionarios.
En el centro, el hombre que durante años logró engañar a todos con una sonrisa y una firma.
Y aunque muchos aún se preguntan cómo logró operar tanto tiempo sin ser descubierto, la respuesta es tan perturbadora como simple: porque nadie quería mirar demasiado de cerca.
Porque el brillo del dinero y la fama cegó a todos.
Porque, en el fondo, la historia de Álvarez Puga no es solo la de un fraude, sino la de un país que aprendió demasiado tarde que no todo lo que brilla es oro.