“La mirada que el mundo no pudo olvidar: los últimos momentos de Omayra Sánchez bajo el lodo de Armero”
La noche era fría, espesa, irreal.
Bajo el barro, el agua y los restos de un pueblo borrado del mapa, una niña miraba al mundo sin llorar.

Sus ojos, enormes, tranquilos y dolorosamente lúcidos, se convirtieron en el espejo de una tragedia que Colombia jamás olvidaría.
Su nombre era Omayra Sánchez, y sus últimos momentos marcaron para siempre la memoria colectiva de un país.
Tenía apenas trece años cuando el volcán Nevado del Ruiz despertó con una furia silenciosa.
Nadie escuchó una explosión ensordecedora, no hubo un rugido final que alertara al pueblo.
La muerte llegó envuelta en lodo caliente, en avalanchas invisibles que descendieron como fantasmas por los ríos.
Armero dormía.
Y cuando despertó, ya no existía.

En medio de ese infierno, Omayra quedó atrapada entre los escombros de su casa, sostenida por restos de concreto y el cuerpo sin vida de sus familiares bajo el agua.
Los rescatistas llegaron horas después.
Lo que encontraron los paralizó.
Omayra estaba consciente.
Hablaba.
Sonreía.
Preguntaba por su madre.
Su cuerpo, sin embargo, estaba atrapado de una forma cruelmente imposible: sus piernas sujetas por vigas y restos de la vivienda, presionadas durante horas por el peso del barro.
Cada intento de moverla hacía que el agua subiera peligrosamente, amenazando con ahogarla de inmediato.

Liberarla requería maquinaria pesada o una amputación improvisada que nadie se atrevía a ejecutar.
Mientras el mundo observaba, Omayra permanecía allí.
Tres días.
Tres noches.
Rodeada de cámaras, periodistas, médicos y voluntarios impotentes.
Su rostro se volvió universal.
No gritó.
No suplicó.
Habló de la escuela, de sus exámenes, de su familia.
Incluso bromeó.
En medio de la muerte, ella ofrecía una lección de dignidad que nadie estaba preparado para recibir.
Con el paso de las horas, su cuerpo comenzó a ceder.
Sus manos se tornaron blancas, sus ojos enrojecidos por la presión y la falta de circulación.
Los médicos sabían lo que venía.
La gangrena avanzaba lentamente.
El cansancio se apoderaba de ella.
Aun así, Omayra seguía mirando a quienes la rodeaban con una serenidad inquietante, como si entendiera algo que los adultos no querían aceptar.
En uno de sus últimos diálogos, dijo que estaba cansada, que ya no podía más.
Preguntó si la iban a sacar pronto.
Le prometieron que sí.
Le mintieron con amor, porque decir la verdad habría sido insoportable.
La noche avanzó y su voz comenzó a apagarse.
Cantó suavemente.
Rezó.
Cerró los ojos por momentos y los volvía a abrir, luchando contra el sueño que ya no era descanso, sino despedida.
Cuando finalmente murió, lo hizo en silencio.
Sin escándalo.
Sin dramatismo.
Como si simplemente se hubiera quedado dormida.
Eran las primeras horas del 16 de noviembre de 1985.
En ese instante, Omayra dejó de ser solo una víctima.
Se convirtió en símbolo.
En acusación.
En conciencia.
Su muerte desató una indignación mundial.
¿Por qué no se pudo salvar? ¿Por qué no había equipos adecuados? ¿Por qué las advertencias sobre el volcán fueron ignoradas? Omayra no murió solo por una erupción.
Murió por negligencia, por improvisación, por un sistema que falló antes, durante y después de la tragedia.
Su imagen obligó a Colombia y al mundo a mirar de frente el precio de la indiferencia.
Con los años, muchos comenzaron a llamarla “la niña santa”.
No por milagros oficiales, sino por la manera en que enfrentó la muerte.
Su calma, su fortaleza, su humanidad en medio del horror la elevaron a un lugar casi sagrado en la memoria popular.
En Armero, en Colombia, y más allá de sus fronteras, su nombre sigue pronunciándose con respeto, con dolor y con culpa.
Hoy, décadas después, los últimos momentos de Omayra Sánchez siguen doliendo como una herida abierta.
Su mirada aún interpela.
Su silencio aún grita.
Ella no pidió ser símbolo, ni mártir, ni recuerdo eterno.
Solo fue una niña atrapada en una tragedia que nunca debió alcanzar esas dimensiones.
Pero mientras su historia se siga contando, Omayra no estará completamente perdida bajo el lodo.
Vivirá en la memoria de quienes aprendieron, demasiado tarde, que la prevención salva vidas y que la dignidad humana puede brillar incluso en los momentos más oscuros.