⚽🔥 “El precio del perfeccionismo: la obsesión que llevó a JJ Macías al borde del abismo”
Todo empezó como una virtud.
Desde sus primeros días en las fuerzas básicas de Chivas, JJ Macías destacaba no solo por su talento, sino por su hambre.
Mientras otros adolescentes salían con amigos, él se quedaba entrenando.
Leía sobre nutrición, veía videos de Cristiano Ronaldo, calculaba cada gramo de proteína, cada hora de sueño.
A los 18 años, ya hablaba como un profesional experimentado.
Decía frases como “la mediocridad no tiene lugar en mi vida” y “no vine a ser uno más”.
Todos lo admiraban, incluso sus entrenadores.
Pero esa determinación, con el tiempo, se convirtió en una cárcel.
La exigencia que imponía sobre sí mismo era insoportable.
Si fallaba un pase en el entrenamiento, golpeaba el suelo con rabia.
Si no metía un gol, pasaba horas viendo repeticiones del error.
Poco a poco, su perfeccionismo empezó a consumirlo.

Los compañeros notaban cómo se aislaba, cómo dejaba de sonreír.
Ya no disfrutaba del fútbol; lo sufría.
La cancha, que antes era su refugio, se convirtió en un campo de tortura.
Su salto a León parecía el comienzo de su consagración.
Marcó goles, brilló, fue figura.
Pero detrás de cada festejo había un vacío.
Macías no celebraba; respiraba aliviado.
Cada partido era una batalla contra su propio miedo a fallar.
Los entrenadores lo veían tenso, rígido, incapaz de soltarse.
Su cuerpo respondía, pero su mente empezaba a quebrarse.
“No era normal”, comentó un excompañero.
“Podía marcar un doblete y salir enojado porque uno de los goles no fue lo suficientemente limpio.
”
El regreso a Chivas fue el punto de quiebre.
Llegaba con la etiqueta de salvador, de ídolo renacido.
Pero las expectativas se transformaron en un peso insoportable.
Las críticas, los memes, los rumores sobre su carácter.
Todo lo que antes lo motivaba empezó a aplastarlo.
Su obsesión por mantener una imagen perfecta lo alejaba de todos: de sus compañeros, de los aficionados, incluso de su familia.
Quería controlar lo incontrolable: el amor del público, el destino, la percepción.
Pero en el fútbol, como en la vida, nada se controla del todo.
Y entonces, el golpe más cruel: la lesión.
Esa rodilla que se quebró no solo fracturó su cuerpo, sino también su espíritu.
Pasó meses en soledad, rehabilitándose, intentando mantener la mente fuerte.
Pero la obsesión volvió.
Quería recuperarse antes de tiempo, demostrarse que era invencible.
Se exigía más de lo que su cuerpo podía dar.
Los médicos le pedían paciencia; él pedía resultados.
En su mente, el descanso era una forma de debilidad.
Y así, sin darse cuenta, cavó más profundo el hoyo en el que ya estaba atrapado.
Durante ese tiempo, amigos cercanos contaron que JJ se volvió casi irreconocible.
No quería hablar de fútbol, pero tampoco podía dejar de pensar en él.
Vivía con miedo de no volver a ser el mismo.

En sus redes sociales, los mensajes motivacionales se mezclaban con una tristeza velada, como si tratara de convencerse a sí mismo más que a los demás.
“No hay peor enemigo que tu propia mente”, escribió una vez.
Quizás sin saberlo, había resumido toda su historia.
Cuando finalmente volvió a las canchas, el mundo esperaba un renacimiento.
Pero el brillo ya no era el mismo.
Los movimientos eran más lentos, la mirada más apagada.
El cuerpo sanó, pero la mente seguía en guerra.
Su obsesión lo había hecho perder el equilibrio: ya no confiaba en su talento, solo en el castigo.
Cada error era un fracaso absoluto, cada crítica, una herida.
La presión que antes lo impulsaba ahora lo asfixiaba.
Los directivos, conscientes de su talento, intentaron apoyarlo.
Le ofrecieron psicólogos deportivos, rutinas más suaves, acompañamiento.
Pero JJ seguía atrapado en su propio laberinto.
Quería hacerlo solo, demostrar que podía levantarse sin ayuda.
Ese orgullo, que alguna vez lo distinguió, terminó aislándolo.
En el vestidor, su silencio era una señal de tormenta.
En los entrenamientos, su mirada se perdía.
El jugador que soñaba con ser leyenda parecía un fantasma de sí mismo.
Y así, poco a poco, la promesa se desvaneció.
No fue por falta de talento, ni de oportunidades, sino por una obsesión maldita: la necesidad de ser perfecto.
JJ Macías se convirtió en el símbolo de una generación que confunde la excelencia con el sufrimiento, que olvida que el éxito también necesita pausa, error, vulnerabilidad.
Hoy, a sus 25 años, el delantero intenta reconstruirse lejos del ruido.
Habla menos, sonríe más, y ha empezado a entender que el amor por el fútbol no se mide en goles, sino en libertad.
“Tuve que perderme para entender quién era”, habría dicho recientemente a un amigo cercano.
Quizás por primera vez, JJ Macías está aprendiendo a jugar sin pelear contra sí mismo.
Porque al final, la verdadera batalla no estuvo en el campo, sino en su mente.
Y aunque su historia duela, también enseña: la obsesión, incluso la del éxito, puede ser tan letal como cualquier derrota.