El misterio cultural que marcó a Escobar: su pasión oculta por artistas argentinos
Pocas historias dentro del vasto universo que rodea la figura de Pablo Escobar resultan tan desconcertantes y, al mismo tiempo, tan profundamente humanas como la que vincula al capo colombiano con dos íconos inesperados: el cineasta y cantor argentino Leonardo Favio y el legendario grupo folklórico Los Chalchaleros.

En medio del ruido del narcotráfico, la violencia y la sombra que marcó para siempre la historia de Colombia, surgió esta arista sorprendente que más tarde sería explorada en un documental que despertó curiosidad en toda América Latina.
Al observarla con detenimiento, emerge un retrato distinto del hombre que dominó los años más oscuros del narcotráfico, revelando una obsesión inesperada que mezclaba arte, nostalgia y un deseo contradictorio de sensibilidad en un contexto gobernado por el miedo.
La historia se remonta a los años en que Escobar consolidaba su poder como líder del Cartel de Medellín.
La figura del capo había alcanzado un nivel casi mitológico, rodeado de lujos, armas, dinero y un ejército de leales que seguían sus órdenes sin cuestionar.
Sin embargo, en los espacios más íntimos, en esos momentos en los que el silencio se volvía un refugio extraño, Escobar buscaba algo radicalmente distinto a lo que lo rodeaba.
Según relatos recogidos a lo largo de los años, el capo encontraba en la música y el cine de artistas argentinos un refugio emocional que jamás admitió públicamente.
Allí surgió la fascinación que, con el tiempo, se convertiría en obsesión.
Leonardo Favio, figura magnética del cine y la canción romántica latinoamericana, se transformó en un símbolo emocional para Escobar.
Su voz profunda, su estética melancólica y su manera de narrar la vida con una mezcla de ternura y dolor resonaban en una fibra que el capo no mostraba a nadie.
Algunos lo describen escuchando repetidamente las mismas melodías, cerrando los ojos mientras sus guardaespaldas intentaban comprender qué tenía aquella música que lo detenía por unos minutos.
Otros relatan que proyectaba una y otra vez escenas de las películas que Favio dirigió, como si encontrara en ellas la humanidad que sabía perdida en su propia vida.
Esa conexión inesperada alimentó durante años la leyenda.
No se trataba solo de admiración, sino de algo más complejo, difícil de descifrar, casi una tensión emocional que se mezclaba con el deseo de poseerlo todo, incluso aquello que pertenecía al mundo del arte y la sensibilidad, mundos que parecían opuestos al suyo.
La obsesión con Leonardo Favio revela una paradoja: el hombre que ordenaba actos de violencia sin temblar también se sumergía en historias de amor trágico, melodías poéticas y relatos que celebraban la vulnerabilidad humana.
El otro pilar de esta historia está en Los Chalchaleros, el grupo folklórico argentino que, a lo largo de décadas, marcó generaciones con su estilo profundo, tradicional y cargado de una identidad histórica.
Sus voces, armonías y letras evocaban una América Latina más auténtica, más rural, más vinculada a sus raíces.
La conexión de Escobar con su música parecía insólita, pero quienes lo conocieron de cerca decían que había algo en esas canciones que despertaba una nostalgia extraña en él, una sensación de pertenencia a un continente que compartía dolores, luchas y anhelos.
En el documental que explora esta obsesión, se reconstruyen momentos en los que Escobar exigía escuchar determinadas interpretaciones de Los Chalchaleros durante reuniones privadas, celebraciones o incluso instantes de tensión.
Alguien describió una escena en la que el capo detuvo abruptamente una discusión solo para pedir que le pusieran una de sus canciones favoritas del grupo.
Era una pausa que nadie se atrevía a cuestionar, un momento en el que el capo parecía transformarse, como si la música lograra sacarlo, aunque fuera por un instante, del mundo que él mismo había construido a base de miedo.
La obsesión fue tan intensa que trascendió las paredes de sus haciendas y refugios.
Según se cuenta, Escobar llegó a intentar acercarse a los artistas, no con fines públicos, sino simplemente por ese deseo de tener a su alcance aquello que admiraba.

La sola idea generaba temor entre quienes lo rodeaban, porque sabían que cuando Escobar deseaba algo, no había obstáculo suficiente para impedirle obtenerlo.
Sin embargo, los caminos de la música y el narcotráfico eran universos demasiado distantes, y los artistas argentinos jamás imaginaron el impacto que sus obras tendrían en un personaje de semejante infamia.
El documental también muestra cómo esta fascinación fue interpretada por expertos en psicología criminal, quienes vieron en ello una grieta emocional.
Allí se insinuaba un indicio de la complejidad de Escobar: un hombre capaz de las mayores atrocidades, pero que, en algún lugar profundo, buscaba consuelo en melodías que hablaban de amor, dolor, pueblo y memoria.
Esta contradicción es la que ha alimentado durante años la curiosidad del público, que intenta descifrar cómo alguien tan peligroso podía aferrarse con tanta intensidad a la sensibilidad artística.
A lo largo del relato, se narra cómo estas obsesiones contribuyeron a reforzar la construcción del mito alrededor de Escobar.
La figura del capo siempre estuvo rodeada de relatos exagerados, distorsionados o alimentados por el miedo.
Sin embargo, en esta historia aparece un matiz distinto.
Se trata de un hombre que, a pesar de su poder desmedido, buscaba algo que no podía comprar: la emoción genuina que le provocaban los artistas que admiraba.
El documental logra capturar ese contraste sin intentar justificarlo ni humanizarlo, simplemente mostrando el hecho como una pieza más del rompecabezas que conforma su historia.
A medida que avanza la narración, la obra reflexiona sobre cómo el arte puede atravesar fronteras inimaginables.
Ninguno de los artistas involucrados buscó jamás ser parte de la vida del capo, pero sus voces y sus obras llegaron a él de un modo imprevisible.

Y así, en medio de un ambiente marcado por la brutalidad, surgió este vínculo unilateral e inquietante que revela cómo las emociones pueden aparecer en los escenarios más oscuros.
En cierto modo, las canciones y películas que Escobar consumía parecían funcionar como ecos de un mundo que él sabía que no podía habitar, un mundo donde la sensibilidad no era una amenaza, sino un puente hacia lo humano.
La conclusión del relato deja al espectador con una sensación ambigua.
La historia de la obsesión de Escobar con Leonardo Favio y Los Chalchaleros no es un intento de redimirlo, sino un recordatorio de que incluso las figuras más temibles de la historia pueden ocultar pasajes inesperados.
Es un retrato que agrega un tono extraño a la ya compleja narrativa del capo, mostrando que, incluso en los terrenos más sombríos, late una dimensión emocional que se resiste a ser ignorada.
La presencia de estos artistas argentinos en la vida íntima de Escobar funciona como una ventana hacia las contradicciones del poder, hacia las formas en que el arte puede infiltrarse incluso en los rincones más imposibles.