🔥 Murió en el Ring, Vivió en la Leyenda: El Misterioso Final del Hombre que Derrotó a Durán 🕯️

🥊 El Último Round: El Campeón que Cayó en los Brazos de Roberto Durán 💔

 

El 24 de marzo de 1980, el estadio estaba lleno.

El Campeón que Venció a Roberto Durán… y Murió en sus Brazos

La gente rugía, las luces cegaban, los fotógrafos capturaban cada gesto de tensión.

En una esquina, Roberto “Mano de Piedra” Durán, el orgullo de Panamá, con su mirada encendida, su cuerpo tallado en disciplina y furia.

En la otra, Jimmy Ellis, un boxeador estadounidense que había escalado con determinación el camino de los campeones.

Ambos se miraron por última vez antes del primer golpe, sabiendo que uno de los dos no saldría igual de aquel combate.

El sonido de la campana fue como un disparo.

Durante los primeros rounds, la pelea fue una danza mortal.

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Durán, con su agresividad calculada, presionaba, esquivaba, golpeaba con precisión quirúrgica.

Pero Ellis resistía.

Su estrategia no era sobrevivir, era dominar.

Sorprendió al público con un ritmo que rompía la lógica del combate: rápido, limpio, demoledor.

En el sexto asalto, un derechazo directo al rostro de Durán lo hizo tambalear.

Por primera vez en su carrera, el imbatible “Mano de Piedra” pareció perder el control.

La multitud enmudeció.

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Ellis había logrado lo impensable: hacer retroceder a Roberto Durán.

La pelea siguió con una intensidad casi sobrehumana.

Ambos hombres se golpeaban no solo con fuerza, sino con historia.

Eran dos destinos chocando en cámara lenta.

En el décimo asalto, Ellis aprovechó una apertura y conectó un golpe al mentón de Durán que lo envió contra las cuerdas.

El público estalló.

El árbitro intervino.

Durán se levantó, furioso, sangrando, y sonrió.

Esa sonrisa fue la señal del renacimiento.

En el round once, Durán lanzó una serie de combinaciones que hicieron tambalear a Ellis.

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El sonido seco de los guantes sobre la carne resonó como tambores de guerra.

La tensión era insoportable.

Cada golpe podía ser el último.

Entonces, ocurrió algo que nadie esperaba.

En el round doce, mientras intercambiaban golpes al centro del ring, Ellis cayó de rodillas.

No fue un nocaut violento, no fue un derribo espectacular.

Simplemente colapsó.

Durán se detuvo de inmediato.

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Lo miró con confusión, con incredulidad.

El árbitro comenzó la cuenta, pero Ellis no se movía.

Su respiración era irregular, sus ojos abiertos, perdidos en la nada.

El público primero gritó, luego calló.

Ese silencio, denso y pesado, se apoderó de la arena.

Durán tiró sus guantes, se arrodilló junto a su rival y lo sostuvo entre sus brazos, desesperado.

“¡Respira, hermano, respira!”, gritó.

Pero ya era demasiado tarde.

Jimmy Ellis murió minutos después, camino al hospital.

El informe médico habló de un derrame cerebral fulminante, producto de una hemorragia interna.

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Pero quienes estuvieron allí aseguran que lo que mató a Ellis no fue solo el impacto físico, sino la acumulación de golpes, el peso de los años, el sacrificio silencioso del boxeador que vive entre el dolor y la gloria.

Durán, completamente devastado, abandonó el recinto esa noche con la mirada vacía.

En entrevistas posteriores, apenas podía hablar del tema.

“Sentí que se me fue algo dentro de mí —dijo—.

Nunca quise hacerle daño.

Él era un guerrero como yo.

A partir de ese día, Durán cambió.

Los que lo conocieron aseguran que ya no era el mismo.

Seguía peleando, sí, pero con otra mirada, como si cada golpe le recordara la fragilidad de la vida.

Hubo un tiempo en que se retiró temporalmente, en silencio, desapareciendo de los medios.

Cuentan que visitó a la familia de Ellis en secreto, que llevó flores a su tumba y que lloró durante horas, sin cámaras, sin público, solo él y su culpa.

La muerte de Ellis se convirtió en una leyenda maldita en el boxeo.

Muchos aficionados creen que aquel combate fue más que una pelea: fue un sacrificio.

Dos hombres que habían entregado su vida al ring, enfrentándose en el momento más brutal de su destino.

Algunos testigos aseguran que, justo antes de desplomarse, Ellis susurró algo que solo Durán escuchó.

Nadie sabe qué fue, pero desde entonces, cada vez que Durán subía a pelear, hacía una breve pausa, miraba al cielo y murmuraba una frase inaudible.

Era su manera de rendir tributo a quien había sido su rival… y su última víctima.

Décadas después, la historia sigue siendo una herida abierta en el corazón del boxeo.

En las entrevistas más recientes, Roberto Durán ha reconocido que aquella noche cambió su alma para siempre.

“Ese día entendí que el ring no perdona.

Puedes ser campeón del mundo, pero también puedes quedarte vacío por dentro.

” Su voz, firme pero quebrada, revela el peso de esa tragedia que jamás ha podido soltar.

La pelea entre Durán y Ellis no fue solo un duelo de fuerza, sino un encuentro con la muerte, una lección brutal sobre los límites del cuerpo y del espíritu.

Los que estuvieron allí aún recuerdan el olor del sudor, el rugido del público, y el instante en que la vida de un hombre se apagó bajo las luces del cuadrilátero.

Fue el día en que un campeón venció… pero perdió algo mucho más grande que una pelea.

Fue el día en que Roberto Durán sostuvo entre sus brazos el precio de la gloria.

 

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