Ajá.
Durante décadas, su voz fue un himno, su melena un icono y su presencia en el escenario una mezcla entre rebeldía y ángel.
Laureano Brizuela, conocido como el ángel del rock, conquistó América Latina con canciones que hablaban de amor, libertad y desengaño.
Pero a los 40 años, algo cambió para siempre.
Llegó al aeropuerto de Ciudad de México y no volvió a salir como hombre libre.
Fue arrestado sin previo aviso.
Silencio total.
En los días siguientes, los periódicos dejaron de hablar de su música y comenzaron a hablar de fraude.
Años después, Brizuela miró a cámara y dijo: “Nunca olvidaré a quienes me entregaron.
No los perdonaré jamás.”
Lauriano Brizuela nació el 20 de julio de 1949 en Salta, Argentina, en una familia donde el arte no era solo una pasión, sino una herencia.
Su abuelo, Lauriano Brizuela Jiménez, fue un reconocido pintor; su madre, de origen boliviano, transmitió desde muy temprano la sensibilidad y la fuerza que definirían su carácter.
Aunque comenzó estudios en musicología, abandonó la academia para seguir el llamado irrefrenable del escenario.
Lo suyo era componer, cantar, vivir la música con el cuerpo y el alma.
En los años 70, la escena musical latinoamericana estaba en plena ebullición.
Nuevas voces, nuevos estilos, nuevas rebeliones.
Brizuela emergió en ese contexto como un fenómeno diferente: ni completamente pop, ni estrictamente rock.
Su estilo fusionaba lo romántico con lo melódico, lo poético con lo pasional.
No tardó en consolidarse en Argentina, Uruguay y Chile, pero fue en México donde encontró su consagración definitiva.
Allí se convirtió en el ángel del rock.
Su apodo le quedaba perfecto: voz suave pero con filo, rostro afilado como de estatua antigua, imagen de trovador moderno atrapado entre guitarras eléctricas y versos nostálgicos.
Sus álbumes escalaban posiciones, sus conciertos se agotaban, y sus apariciones en televisión lo hacían omnipresente.
Durante más de una década, Brizuela fue una figura indispensable del panorama musical latinoamericano.
Cada disco era una obra trabajada al detalle: participaba en la producción, los arreglos, incluso en el diseño visual de sus presentaciones.
Su ética de trabajo y pasión por el arte lo distinguían de otros artistas.
En lo sentimental, también despertaba curiosidad.
Mantuvo relaciones con mujeres influyentes del ambiente artístico, entre ellas la cantante puertorriqueña Ednita Nazario, con quien compartió una relación intensa tanto personal como profesionalmente.
Todo parecía funcionar, hasta que detrás del brillo, las tensiones comenzaron a acumularse.
Diferencias contractuales, decisiones financieras fuera de su control y representantes que manejaban millones sin ofrecer explicaciones claras fueron sembrando la tormenta que cambiaría su vida.
Lauriano Brizuela regresaba a México desde Miami como tantas veces, pero esta vez no lo esperaba ni la prensa ni los fans: lo esperaba la detención.
Fue arrestado bajo cargos de fraude fiscal.
Lo acusaban de evadir impuestos por más de un millón de pesos mexicanos.
Durante cuatro meses permaneció privado de libertad.
La prensa sensacionalista lo destrozó: decían que había vivido como millonario sin pagar impuestos, que tenía cuentas ocultas, que era un hombre sin ética.
Nadie investigó los detalles.
Nadie preguntó cómo alguien tan meticuloso en lo artístico pudo haber descuidado sus finanzas.
La rabia de Brizuela no era solo contra el sistema, sino contra personas cercanas: su representante, quien manejaba sus cuentas y firmó contratos sin su consentimiento, desapareció del mapa.
Incluso sugirió que Raúl Velasco, el icónico conductor de Siempre en Domingo, pudo haber intervenido indirectamente en su caída.
Durante ese tiempo, la traición dolió más que la cárcel misma.
Las personas que confiaron en él, que viajaban con él, que compartían su éxito, desaparecieron cuando comenzó el escándalo.
Nadie presentó pruebas en su defensa, nadie alzó la voz para pedir justicia.
Tras recuperar la libertad, Brizuela fue declarado inocente, pero su reputación ya estaba dañada.
Muchas puertas se cerraron.
Las disqueras no le abrían las puertas con la misma calidez, y los medios lo miraban con desconfianza.
Volver a los escenarios fue un acto de valentía, no de gloria.
Sus canciones de esa época reflejan caída, traición y renacimiento.
En entrevistas posteriores, Brizuela habló de su dolor y de los nombres que jamás perdonaría, incluyendo a su exrepresentante y a figuras del entorno que lo traicionaron.
“Dolió más que la cárcel, dolió que alguien tan cercano me entregara por dinero”, confesó.
A pesar de todo, nunca abandonó la música.
Giró menos, grabó de forma independiente, volvió a escenarios pequeños, pero lo hizo con autenticidad.
Su voz, aunque marcada por los años, seguía transmitiendo la fuerza de quien sobrevivió al dolor.
Con el tiempo, nuevas generaciones redescubrieron su música no por los escándalos, sino por la calidad de sus canciones.
Se convirtió en un símbolo de resistencia artística y supervivencia emocional.
“Perdonar no es olvidar”, confesó Brizuela en 2021.
“Uno llega a cierta edad y se da cuenta de que no se puede vivir atado al rencor, no con este corazón cansado.”
Hoy, a sus 76 años, Laureano Brizuela ha logrado reconciliarse con su historia.
La justicia tardó, pero reconoció irregularidades en su arresto.
Su música sigue viva y sigue inspirando a nuevas generaciones.
Su fortaleza personal demuestra que, aunque la traición y la injusticia dejen cicatrices profundas, la dignidad no se destruye ni se olvida.
Entre contratos rotos, escándalos y años de silencios, Laureano Brizuela sobrevivió a la industria, a las personas que traicionaron su confianza y a la fama efímera.
Su historia es la de un ángel que cayó, pero decidió levantarse y seguir volando.