La noche en que la verdad se disfrazó: El último Halloween de Luis Andrés Colmenares
La ciudad de Bogotá se cubría de máscaras y disfraces.
Era Halloween, pero para Luis Andrés Colmenares, la noche se convertiría en una tragedia sin retorno.
Mientras todos celebraban, la muerte acechaba, disfrazada de accidente, lista para borrar una vida y dejar tras de sí un misterio que, ocho años después, sigue sin resolverse.
Las calles vibraban con risas, pero en el caño de El Virrey, el silencio era absoluto.
Allí, entre sombras y agua turbia, el cuerpo de Luis Andrés yacía, como un secreto que la ciudad no quería escuchar.

La noticia llegó como un puñal a la familia Colmenares.
“Accidente”, dijeron las autoridades.
Pero el dolor de una madre no se calma con palabras vacías.
El rostro de Luis Andrés, lleno de golpes, gritaba una historia diferente.
Una historia de traición, poder y silencios comprados.
Bogotá se dividió en dos: los que aceptaron la versión oficial y los que vieron detrás de la cortina.
La ciudad, acostumbrada a la injusticia, se preguntó: ¿Quién mató a Luis Andrés?
¿Fue la corriente del caño, o la corriente oscura de la oligarquía colombiana?
La serie de Netflix encendió la chispa que nunca se apagó.
Miles volvieron a mirar el caso, buscando respuestas entre las sombras.
Los comentarios en YouTube eran como gritos en la noche:
“Esto fue homicidio, no accidente.”
“La justicia colombiana no pudo, ¿lo hará Netflix?”
La indignación se mezclaba con el miedo, porque en Colombia, la verdad es una moneda que pocos pueden comprar.
Las cámaras, testigos mudos, desaparecieron misteriosamente.
Como si el ojo de Dios se hubiera cerrado justo cuando más se necesitaba.
Era el crimen perfecto, sin testigos, sin pruebas, solo dolor y sospechas.

Laura y sus amigas, jóvenes de familias poderosas, se convirtieron en los rostros del misterio.
La mayoría de los colombianos señalaban:
“Carlos Cárdenas lo mató a golpes, el papá de Laura mandó a tirar el cuerpo, y nunca fueron juzgados.”
La impunidad era el disfraz más aterrador de esa noche.
Las redes sociales ardían con teorías, insultos y oraciones.
La familia Colmenares, destrozada, recorría los pasillos de la justicia, buscando una respuesta que nunca llegaba.
La prensa, a veces cómplice, a veces verdugo, alimentaba el morbo nacional.
En cada esquina, el nombre de Luis Andrés era susurrado como una maldición.
“Solo Dios sabe lo que pasó”, decían.
Pero Dios, esa noche, parecía estar muy lejos de Bogotá.
La investigación oficial fue una obra de teatro macabra.
Peritos, abogados, jueces, todos con máscaras, todos jugando su papel.
La prueba del Instituto de Medicina Legal gritaba la verdad, pero nadie quería escuchar.
El cuerpo hablaba por sí solo, pero la justicia prefería el silencio.
En Estados Unidos, decían, esto se habría resuelto hace tiempo.
Pero en Colombia, las leyes son un laberinto sin salida, diseñadas para proteger a los poderosos y castigar a los débiles.
El caño de El Virrey se convirtió en el símbolo de una nación rota.
Allí no solo murió Luis Andrés, allí murió la fe en la justicia.

El giro inesperado llegó cuando, años después, la serie de Netflix puso el caso bajo el microscopio mundial.
La gente volvió a mirar, a preguntar, a exigir respuestas.
Pero la justicia, lenta y ciega, seguía su camino de siempre.
Las amigas de Laura, estigmatizadas, vivían en el exilio, lejos del país que las convirtió en villanas.
La familia Colmenares, convertida en mártir nacional, seguía luchando contra molinos de viento.
La verdad, como un fantasma, recorría los pasillos del poder, esquivando cada intento de atraparla.
El caso Colmenares se convirtió en una herida abierta, imposible de cerrar.
Cada Halloween, Bogotá recuerda la noche en que la muerte se disfrazó de accidente.
Cada año, la pregunta resurge: ¿Quién mató a Luis Andrés Colmenares?
La respuesta sigue oculta, como un monstruo bajo la cama, esperando el momento de salir a la luz.
La historia de Luis Andrés es la historia de Colombia.
Un país donde la justicia es un truco de magia, y la verdad, el mayor de los disfraces.
La noche del 31 de octubre de 2010, el miedo cambió de rostro.
Ya no era el miedo a los fantasmas, sino el miedo a vivir en una tierra donde la vida vale menos que una mentira bien contada.
El último Halloween de Luis Andrés Colmenares no fue una fiesta, fue una advertencia.
Una advertencia que, ocho años después, sigue resonando en cada rincón de Colombia.
Porque la verdad, aunque la oculten, siempre encuentra la forma de regresar.
Y cuando lo haga, será como un relámpago en medio de la noche.
Una revelación tan brutal, tan cinematográfica, que nadie podrá mirar hacia otro lado.
Hasta entonces, la ciudad espera, con el corazón en vilo, el desenlace de su propio thriller.
 
								 
								 
								 
								 
								