El último susurro en la sala de espejos
La verdad puede ser como una herida abierta: nadie quiere mirarla, pero todos sienten su dolor.
El hombre entró en la sala de espejos a las tres de la madrugada, cuando el silencio era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo.
Su sombra parecía más larga que su cuerpo, como si su pasado le persiguiera con cada paso.
Las paredes reflejaban no solo su rostro, sino también los fragmentos rotos de su memoria.
La lámpara pendía del techo como una luna artificial, proyectando sombras que bailaban sobre el suelo frío.
Él se detuvo frente al espejo más grande, donde su reflejo parecía distorsionado, como si el cristal supiera algo que él ignoraba.
Un sudor frío le recorrió la espalda, y el aire olía a miedo y a secretos antiguos.
Recordó la noche en que todo cambió: el grito, el golpe, la sangre en la alfombra.
Nadie habló de aquello, pero todos lo sabían.
El silencio era el único testigo, y el hombre lo sentía ahora más vivo que nunca.
Sus manos temblaban y sus ojos buscaban respuestas en el reflejo, pero solo encontraba preguntas.
¿Quién era realmente? ¿El culpable, el cómplice o solo una sombra más en la sala de espejos?
El reloj marcó las tres y cuarto, y el tic-tac sonó como un disparo en la oscuridad.
De repente, una figura apareció detrás de él en el espejo, pero cuando se giró, no había nadie.
La paranoia se apoderó de su mente, como una serpiente que se desliza entre los pensamientos.
La figura volvió a aparecer, esta vez más cerca, y sus ojos brillaban como dos carbones encendidos.
El hombre quiso gritar, pero su voz se ahogó en la garganta.
El espejo comenzó a empañarse, como si respirara, y la figura extendió una mano hacia él.
Sintió una presión en el pecho, como si el pasado quisiera salir por fin a la luz.
Las lágrimas brotaron de sus ojos, pero no supo si eran de miedo o de alivio.
La figura habló, pero su voz era solo un susurro: “La verdad ya no puede esconderse”.
El hombre cayó de rodillas, y el suelo le recibió como un viejo amigo.
La figura se desvaneció, pero el susurro quedó flotando en el aire.
De repente, los espejos comenzaron a romperse uno a uno, como si la realidad se desmoronara.
Cada fragmento reflejaba una parte de su vida: la infancia, el primer amor, la traición, el crimen.
El hombre vio su propio rostro multiplicado por mil, cada uno con una expresión diferente.
Algunos lloraban, otros reían, y unos pocos gritaban de rabia.
Sintió que estaba perdiendo el control, como si su mente fuera un animal salvaje enjaulado.
El tiempo dejó de existir, y solo quedaba el sonido de los cristales rompiéndose.
La lámpara empezó a parpadear, y el hombre supo que algo iba a suceder.
En ese momento, la puerta de la sala se abrió lentamente.
Una mujer entró, vestida de negro, con una cicatriz en la mejilla.
Sus ojos eran tan fríos como el invierno, pero su voz era cálida como el verano.
Ella se acercó al hombre y le susurró al oído: “Ya es hora de confesar”.
El hombre sintió una mezcla de terror y alivio, como si estuviera al borde de un abismo.
La mujer sacó una pequeña caja de su bolsillo y la abrió frente a él.
Dentro había una llave oxidada y una carta doblada en cuatro.
El hombre tomó la carta y la leyó, pero las palabras parecían escritas con sangre.
“Lo que hiciste no puede ser olvidado, pero puedes liberarte si aceptas la verdad”.
El hombre tembló, y la mujer le entregó la llave.
Él la tomó y miró hacia la única puerta cerrada de la sala.
Sabía que detrás de esa puerta estaba la respuesta, pero también el castigo.
La mujer desapareció tan rápido como había llegado, dejando solo el perfume de la culpa.
El hombre se levantó y caminó hacia la puerta, cada paso era una confesión silenciosa.
Insertó la llave en la cerradura y la giró lentamente.
La puerta se abrió con un crujido, revelando una habitación oscura.
Dentro, había una silla y una grabadora antigua.
El hombre se sentó y pulsó el botón de grabación.
Su voz tembló al principio, pero luego se volvió firme.
Confesó todo: el crimen, la traición, el silencio.
Las palabras salieron como cuchillos, cortando el aire y su propia alma.
Al terminar, la grabadora se apagó sola, y el hombre sintió que algo dentro de él se había roto, pero también liberado.
Se levantó y salió de la habitación, dejando atrás el peso de la mentira.
La sala de espejos estaba en ruinas, pero él ya no tenía miedo.
Al salir a la calle, el sol comenzaba a levantarse, como si el mundo le ofreciera una segunda oportunidad.
La gente pasaba a su lado sin mirarle, ignorando la batalla que acababa de librar.
El hombre respiró hondo y sintió que el aire era más ligero, menos denso.
Sabía que la verdad le perseguiría siempre, pero ahora podía caminar sin cadenas.
A lo lejos, vio a la mujer de negro, observándole desde una esquina.
Ella sonrió y desapareció entre la multitud, como un fantasma satisfecho.
El hombre siguió caminando, cada paso era una promesa de no volver a mentir.
El pasado quedó atrás, pero la cicatriz en su alma le recordaría siempre lo que había hecho.
La sala de espejos ya no existía, pero el susurro de la verdad le acompañaría hasta el último día.
La ciudad despertaba lentamente, y el hombre se perdió entre sus calles, buscando el perdón en cada esquina.
Sabía que nunca sería el mismo, pero al menos ya no era una sombra más en la sala de espejos.
Porque la verdad, aunque duela, es el único camino hacia la libertad.
Y en el último susurro, entendió que no hay espejo más cruel que el de la propia conciencia.