No Era Falta de Nivel: La Verdad que Mario Pineida Guardó Durante Años

A los 33 años, cuando el cuerpo ya no miente y la carrera entra en esa etapa donde cada decisión pesa el doble, Mario Pineida finalmente admitió en voz alta lo que durante años fue evidente para hinchas, periodistas y compañeros de vestuario, pero que casi nadie escuchó con la seriedad que merecía.

No fue una confesión explosiva ni un escándalo fuera de la cancha.

Fue algo mucho más incómodo: la verdad silenciosa detrás de una carrera vivida bajo presión constante.

Durante más de una década, Mario Pineida fue sinónimo de entrega, velocidad y sacrificio.

Desde sus inicios hasta consolidarse como lateral de equipos grandes y de la selección ecuatoriana, su nombre siempre estuvo asociado a la idea de “cumplidor”, “guerrero”, “el que juega aunque duela”.

Y justamente ahí estaba el problema.

A los 33 años, Pineida admitió que jugó demasiados partidos lesionado.

Que normalizó el dolor.

Que aprendió a callar molestias físicas y emocionales porque en el fútbol profesional mostrar debilidad equivale a perder el puesto.

“Si decías que no estabas bien, había diez esperando tu lugar”, reconoció en declaraciones recientes que cambiaron la lectura de toda su trayectoria.

Lo que todos sospechábamos —que su rendimiento irregular no era falta de compromiso, sino desgaste acumulado— quedó confirmado.

Mario habló de infiltraciones constantes, de entrenar con dolor crónico, de jugar finales importantes sin estar al cien por ciento.

No por heroísmo, sino por miedo.

Miedo a quedar fuera, a ser etiquetado como frágil, a desaparecer del radar.

También habló de la presión mental.

De cargar con críticas feroces en redes sociales, de ser señalado cada vez que el equipo perdía, de sentir que un error podía borrar años de esfuerzo.

Admitió que hubo noches sin dormir, ansiedad antes de los partidos y una sensación permanente de estar rindiendo examen.

Algo que muchos futbolistas viven, pero pocos se atreven a decir.

“Uno se acostumbra a aguantar”, confesó.

Y esa frase resumió toda una generación de jugadores formados para resistir, no para hablar.

Mario Pineida explicó que durante mucho tiempo creyó que el sacrificio extremo era parte natural del éxito.

Que pensó que el dolor era una prueba de carácter.

Que confundió profesionalismo con silencio.

Y cuando el cuerpo empezó a pasar factura —lesiones repetidas, recuperación más lenta, bajones físicos— entendió que algo estaba mal.

Su admisión más fuerte fue aceptar que no siempre disfrutó el fútbol como la gente creía.

Que hubo etapas donde jugar se volvió una obligación pesada, no una pasión.

Que sonreía para la foto mientras por dentro solo pensaba en terminar el partido sin romperse otra vez.

Esa verdad, dicha sin dramatismo, golpeó más que cualquier denuncia.

Las reacciones no tardaron.

Algunos hinchas dijeron que “siempre se notó”.

Otros pidieron que los clubes protejan más a los jugadores.

Y muchos, fuera del fútbol, se sintieron identificados: personas que cumplen, rinden y aguantan mientras se rompen por dentro.

A los 33 años, Mario Pineida no admitió un escándalo.

Admitió algo más profundo: que el sistema del fútbol premia el silencio y castiga la vulnerabilidad.

Que no todos los problemas se ven en la cancha.

Que detrás de cada jugador hay un cuerpo y una mente con límites reales.

Hoy, su confesión no debilita su imagen.

La humaniza.

Porque demuestra que su carrera no fue la de un jugador inconstante, sino la de alguien que dio más de lo que tenía.

Y que pagar ese precio tiene consecuencias.

Quizás eso era lo que todos sospechábamos desde hace tiempo: que Mario Pineida no falló por falta de talento o compromiso, sino porque nadie puede sostenerse eternamente a base de dolor callado.

Y decirlo, finalmente, fue su partido más valiente.