Durante años su rostro fue sinónimo de glamour latino.
Rodner Figueroa, el hombre de las críticas afiladas, del estilo impecable, del comentario perfecto en el momento justo.
Su presencia en la televisión hispana era casi obligatoria.
En El Gordo y la Flaca, Sal y Pimienta, los especiales de alfombra roja, era, sin discusión, el rey del espectáculo.
Pero a los 53 años, ese brillo se desvaneció.
Se apagaron los focos, se cerraron las puertas y entonces vino el silencio ensordecedor.

Dijeron que fue por una frase.
Una frase pronunciada en directo, dirigida o mal dirigida a la entonces primera dama de Estados Unidos, Michelle Obama.
Como si fuera un castillo de cristal, toda su carrera se desmoronó en segundos.
Pero lo que pocos saben es qué pasó después.
¿Qué sintió, qué dijo fuera de cámaras?
¿A quién culpó, a quién perdonó?
Y por qué, después de años de silencio, ha decidido finalmente confesar lo que todos sospechábamos.
¿Qué hubo detrás de esa frase?
¿Fue un error genuino o un síntoma de algo más profundo?
¿Fue víctima de un linchamiento mediático o simplemente pagó el precio de ir demasiado lejos?
Esta noche abrimos su caja negra.
Lo que encontremos puede que no sea tan bonito como su inmaculada imagen televisiva.
Rodner Figueroa nació el 9 de abril de 1972 en Caracas, Venezuela.
Creció en el seno de una familia modesta, lejos del glamour que más tarde lo definiría.
Desde muy pequeño, Rodner fue un niño diferente: sensible, creativo, observador.
Mientras los demás niños soñaban con ser peloteros, él pasaba horas recortando imágenes de revistas o imitando a presentadores de televisión.
Desde los primeros años en la escuela, Rodner sintió que no encajaba.
Su forma de hablar, sus intereses, todo lo convertía en blanco de burlas.
En los años 80, ser un niño amanerado en una sociedad profundamente machista era casi una sentencia.
Rodner se refugiaba en lo único que le daba sentido: la estética, la belleza, el arte.
Su madre, una mujer trabajadora y fuerte, fue el eje de su infancia.
Ella, sin entender del todo sus inclinaciones, lo apoyaba en silencio.
Fue ella quien le compró su primera revista de moda y lo animó a seguir estudiando, a no dejarse vencer.
Rodner ingresó a estudiar comunicación social, convencido de que su destino estaba en los medios.
Pero no quería ser uno más, quería ser el mejor y por eso se exigía el triple.
Ante el deterioro político y económico de Venezuela, Rodner tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre: emigrar a Miami.
Los primeros años fueron durísimos.
Trabajó en lo que pudo, desde asistente hasta editor de contenido sin créditos.
Finalmente, consiguió una oportunidad en Univisión.
Primero tras bastidores y luego, poco a poco, frente a las cámaras.
Fue ahí donde su talento explotó.
Rodner no solo analizaba moda, la descifraba, la contextualizaba.
Lo hacía con un estilo único, irreverente, elegante, con frases punzantes que arrancaban carcajadas.
Pero detrás del comentarista mordaz siempre estaba ese niño de Caracas que solo quería ser aceptado.
Cada palabra afilada escondía una herida.
Cada traje impecable tapaba un miedo.
A principios de los años 2000, Rodner Figueroa se había convertido en una figura indispensable en el universo del entretenimiento latino.
Su rostro era familiar en millones de hogares gracias a su trabajo en El Gordo y La Flaca.
Nadie quería enfrentarse a su veredicto en la alfombra roja.
Decía lo que otros solo pensaban.
Luego dio el salto a Sal y Pimienta, un programa más incisivo, más frontal, más orientado al escándalo.
Allí Rodner se soltó completamente.
Opinaba sobre todo: divorcios, infidelidades, peleas entre artistas.
Pero esa misma libertad fue cavando, sin saberlo, su propia tumba.
En marzo de 2015, durante una transmisión en vivo de El Gordo y la Flaca, Rodner y sus compañeros comentaban la transformación física de Michelle Obama.
Cuando apareció una imagen editada de la primera dama, Rodner dijo, con tono jocoso: “Parece del elenco del planeta de los simios”.
El estudio rió.
El comentario quedó al aire sin filtros.
Lo que vino después fue un huracán mediático.

En cuestión de horas, las redes sociales estallaron.
Activistas, periodistas, celebridades, todos condenaban el comentario, catalogado como racista e inaceptable.
Univision, presionada por el escándalo, reaccionó con una velocidad inédita.
Rodner fue despedido de inmediato, sin explicaciones públicas, sin oportunidad de réplica, sin defensa.
Un solo comentario, fuera de tono sí, pero dentro de un contexto humorístico, le costó años de trabajo, prestigio y reputación.
Y lo peor: fue cancelado sin que nadie lo defendiera públicamente.
En un comunicado, Univision expresó que no tolera comentarios ofensivos.
Rodner, por su parte, publicó una carta pidiendo disculpas.
Aseguró que no había tenido intención ofensiva y que él mismo era víctima de prejuicios por ser gay y latino.
Pero el daño ya estaba hecho.
El silencio de sus colegas fue ensordecedor.
El hombre que dominaba la televisión fue borrado.
Rodner desapareció del centro de atención y entró en una etapa oscura de reflexión, rabia y dolor.
Después del escándalo, Rodner Figueroa no solo perdió su trabajo, perdió su lugar en el mundo.
Sufrió un episodio depresivo severo.
Se sentía traicionado no solo por la industria, sino también por sus colegas.
La soledad repentina de quien ha sido exiliado fue su verdadera herida.
Rodner admitió que su salud mental se resquebrajó.
Sentía que se había convertido en un blanco perfecto para una industria que necesitaba dar el ejemplo sin importar a quién sacrificara.

Su pareja, Ernesto Matí, fue uno de sus pilares durante esa etapa.
Ernesto fue su refugio y contención en medio del caos.
Pero ni siquiera el amor podía borrar el peso de la vergüenza pública.
Rodner dejó de salir, dejó de opinar, dejó de brillar.
Además de la depresión, enfrentó una crisis de identidad.
Durante años había construido una imagen de seguridad que ahora se sentía desnuda, vulnerable.
Todo ese andamiaje que lo sostenía se había derrumbado en un segundo.
Tuvo que aprender a vivir con ese vacío.
Rodner se enfrentó a su pasado, a las heridas de infancia que nunca cerraron.
Entendió que el comentario que lo destruyó no era solo un desliz profesional, sino la expresión de una tensión interna que venía de mucho antes.
Fue en ese proceso de autocrítica y reflexión donde comenzó su sanación.
Rodner empezó terapia psicológica, redujo su exposición mediática y volvió a conectar con sus raíces.
Viajó a Venezuela en silencio, visitó a su madre y miró a los ojos al niño que había sido.
Retomó su presencia en redes sociales con un tono distinto: más humano, más íntimo, más honesto.
Dejó de burlarse de los vestidos y empezó a hablar del amor, de la salud mental, de los errores cometidos, de su derecho a ser perdonado.

Hoy Rodner Figueroa tiene 53 años.
Aunque su imagen ya no domina la pantalla como antes, ha encontrado algo más valioso: la capacidad de respirar en paz.
Ya no vive corriendo de un set a otro.
Ha aprendido que el silencio, ese que tanto temía, también puede ser sanador.
Vive entre Miami y Puerto Rico, con su pareja de años, Ernesto Matíez.
Juntos han construido un hogar alejado del bullicio, donde el amor no necesita cámaras ni aplausos para sostenerse.
En sus redes sociales, Rodner ha renacido con otro tono, más emocional.
Ya no es el comentarista feroz de las alfombras rojas, sino un hombre que habla de autoestima, de perdón, de espiritualidad.
En 2022 participó en proyectos digitales, aceptando su responsabilidad, pero también denunciando la hipocresía de un sistema que castiga con fuerza desmedida y solo a ciertos perfiles.
“Aprendí que no soy lo que me pasó”, dijo en una de esas entrevistas.
“Soy lo que decido hacer con lo que me pasó”.
Rodner, que durante años fue la voz más temida en la televisión hispana, hoy habla bajito, pero sus palabras pesan más que nunca.
Su historia es la de alguien que se reconstruyó sin aplausos.
Aprendió a convivir con el error y abrazó la imperfección sin rendirse.
Él eligió el camino más difícil: mirarse al espejo, pedir perdón y reconstruirse desde dentro.
Rodner no busca volver al trono, busca algo más simple y poderoso: vivir con verdad, aunque duela.
Y esa, quizá, sea la mayor lección que nos deja.