A finales de los años setenta, mientras La Carabina de Ambrosio se consolidaba como uno de los programas más vistos, comentados y polémicos de la televisión mexicana, tras bambalinas se acumulaban tensiones que jamás fueron mostradas al público.
Lo que llegaba a los hogares era humor, música y sensualidad, pero detrás de la alegría televisiva existía un ambiente cargado de nerviosismo, miradas esquivas y pasillos que algunos preferían evitar.
Con el paso del tiempo, y a través de testimonios, investigaciones periodísticas y relatos recopilados por distintos medios, comenzó a dibujarse una historia mucho más oscura de la que se mostraba en pantalla, una historia cuyos protagonistas fueron el cantante Gualberto Castro y la bailarina brasileña Gina Montes.
Para comprender el peso de este relato, es necesario recordar la figura de Gualberto Castro en esa época.
Conocido por su voz prodigiosa, su presencia imponente y su andamiaje de éxitos, Castro vivía uno de los momentos más sólidos de su carrera.
Era una estrella indiscutible, un nombre que por sí mismo atraía público, aplausos y titulares.
En contraste, Gina Montes era la nueva joya del programa: una bailarina nacida en Brasil, cuya belleza, elasticidad corporal y estilo único capturaron de inmediato la atención del público mexicano.
Desde su primera aparición, la cámara la seguía con una devoción casi hipnótica.
Su figura, descrita por la prensa como una mezcla de sensualidad natural y exotismo escénico, comenzó a ganar protagonismo a un ritmo vertiginoso.
Cada movimiento suyo, cada número musical, generaba conversación.
De pronto, el público no solo esperaba la comedia o la música del programa, sino la participación de esa bailarina que parecía flotar más que caminar.
Y con ese ascenso repentino llegó también un cambio en la atmósfera de los estudios.

De acuerdo con los relatos recopilados por diversas fuentes, la presencia fulgurante de Gina no fue recibida con agrado por todos.
Entre quienes pareció despertar incomodidad se mencionaba a Gualberto Castro.
Acostumbrado a ser uno de los ejes principales del programa, la súbita popularidad de la bailarina habría generado fricciones silenciosas que, con el paso de los meses, se transformaron en un ambiente tenso.
La idea del “protagonista desplazado” es recurrente en la historia del espectáculo, y varios testimonios apuntan a que Castro no fue ajeno a ese fenómeno.
Según versiones que han circulado en revistas, entrevistas y programas dedicados a investigar el detrás de cámaras del entretenimiento mexicano, la relación profesional entre Castro y Montes comenzó a transformarse en una dinámica incómoda.
Se hablaba de miradas insistentes, de actitudes posesivas y de un tipo de atención que la bailarina intentó manejar con delicadeza profesional.
Gina, criada en escenarios extranjeros y habituada a mantener distancia con figuras poderosas, habría optado por responder con cortesía, prudencia y evasión.
Aquella aparente indiferencia, según estos relatos, encendió un resentimiento que lentamente se volvió visible.
Para algunos miembros del personal técnico, la presencia de ambos en un mismo espacio comenzaba a generar un silencio espeso, una atmósfera tensa que se palpaba incluso sin palabras.
Había días en que Castro llegaba de buen humor, pero otros en los que, según testimonios, su temperamento cargado hacía que todos prefirieran mantenerse lejos.

Dentro de este marco de tensiones creció una historia que, con el tiempo, evolucionó casi hasta convertirse en leyenda urbana.
Un incidente —del cual nadie habló públicamente durante años— habría marcado un antes y un después en la carrera de Gina Montes.
Lo que se sabe proviene de versiones recogidas por el personal del canal, allegados a la bailarina y publicaciones retrospectivas que investigaron el caso años después.
De acuerdo con estos testimonios, un día Gina se encontraba en uno de los pasillos menos transitados de las instalaciones, un pasillo que solía usar para evitar encuentros incómodos.
Había terminado un ensayo exigente y cargaba una carpeta de apuntes y una toalla sobre los hombros.
En ese momento, según se cuenta, coincidió con Gualberto Castro.
Lo que ocurrió a continuación permanece envuelto en el hermetismo característico de la televisión de aquellos años.
Las versiones más repetidas sostienen que en ese encuentro se produjo un altercado que culminó en la caída de Gina por una escalera.
No hubo testigos directos, pero sí hubo consecuencias físicas que marcaron la vida de la bailarina.
La caída, descrita como violenta, derivó en lesiones serias que la mantuvieron hospitalizada durante semanas.
Televisa, según fuentes de la época, habría manejado el incidente con absoluto sigilo, atribuyéndolo a un simple accidente.
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Mientras tanto, Gina pasó por un proceso de recuperación doloroso y solitario.
Algunas de las personas cercanas a la bailarina relataron que durante ese tiempo no recibió apoyo significativo de quienes esperaba, y que lentamente comenzó a comprender que su carrera en el programa ya no sería la misma.
Tras su recuperación, regresó a los escenarios, pero con una leve cojera que, aunque sutil, era notoria para quienes la conocían bien.
Esa marca física se convirtió en un recordatorio constante del episodio que nunca se hizo público de manera oficial.
Lo más impactante fue el efecto emocional y profesional que este suceso dejó en Gina Montes.
Su nombre, que brillaba con intensidad meses antes, comenzó a desvanecerse en los créditos y los segmentos del programa.
El ritmo de sus números disminuyó debido al dolor persistente y a la necesidad de modificar sus movimientos.
La bailarina que había impresionado al país por su energía y flexibilidad regresó al escenario con un aura distinta: ya no era la figura magnética y explosiva de antes, sino una artista que cargaba con la sombra de una historia jamás aclarada.

Con el tiempo, Gina desapareció de la televisión mexicana y se retiró a una vida más privada, mientras que la versión oficial del incidente permaneció sin cambios: un accidente.
Pero las investigaciones posteriores, los videos documentales y los testimonios que surgieron con los años muestran un relato más complejo, uno que refleja tensiones de poder, dinámicas de abuso y silencios obligados que eran comunes en la industria del espectáculo de aquella época.
A través de estas reconstrucciones históricas, el caso de Gina Montes se ha convertido en una representación simbólica de lo que muchas artistas enfrentaron en silencio.
Su historia resurge cada cierto tiempo como recordatorio de las realidades ocultas que existían detrás de los programas más exitosos de la televisión mexicana y como una invitación a replantear cómo se ejercía el poder en la farándula de décadas pasadas.