💔 “No me fallen, sobrinos”: La Frase que Hoy Duele al Conocer la Verdadera Vida de Tío Gamboín
Para miles de niños mexicanos, Ramiro Gamboa no era solo un presentador de televisión, era familia.
Su nombre resonaba con cariño como “tío Gamboín”, el hombre que nos enseñó la risa, la amistad y la inocencia a través de la pantalla, mucho antes de que las caricaturas se volvieran digitales y la fama se tornara efímera.
Sin embargo, detrás de la calidez y la magia de su personaje televisivo, existía una historia que pocos conocían: la de un hombre que vivía para los demás, pero que cargaba una profunda soledad.
Ramiro Gamboa nació el 1 de diciembre de 1917 en Mérida, Yucatán.
Desde pequeño, destacó por su curiosidad e inquietud, prefiriendo la emoción del sonido a la disciplina de la escuela.
Fascinado por las voces que viajaban invisiblemente por el aire, comenzó a jugar con micrófonos y cables, imitando a los locutores que admiraba.
Su padre, reconociendo su pasión, compró una pequeña emisora local y nombró a Ramiro como su director general a los 20 años.
Así, el 15 de septiembre de 1935, la estación Exem Mérida comenzó a transmitir, marcando el inicio de una carrera que lo llevaría a la fama.
Gamboa se destacó rápidamente en la radio, convirtiéndose en una voz familiar para los oyentes.
En la década de 1940, formó un dúo cómico con Panzón Pano, conocido como “El yate y la tortuga”, que capturó la imaginación del público con su ingenio y humor.
Sin embargo, su verdadero destino lo esperaba en la televisión, donde se convertiría en el querido tío Gamboín.
A mediados de la década de 1950, Gamboa conoció a Xavier López, conocido como Chabelo, quien se convertiría en su compañero en el icónico programa “Una tarde de televisión”.
Juntos, transformaron la televisión infantil mexicana, creando un vínculo entrañable con su audiencia.
Gamboa, siempre vestido con su inconfundible traje naranja, se convirtió en un símbolo de alegría e inocencia, mientras que Chabelo aportaba su energía juvenil.

El programa “Una tarde de televisión” se convirtió en un fenómeno cultural, transmitiéndose de lunes a viernes y cautivando a niños y padres por igual.
Gamboa no solo era un presentador; era un amigo, un mentor y una figura paternal para sus “sobrinos”, como cariñosamente llamaba a sus televidentes.
Su enfoque amable y respetuoso hacia los niños lo convirtió en un referente de la televisión familiar.
A lo largo de su carrera, Gamboa también se destacó en otros programas y eventos, consolidando su imagen como un comunicador respetado.
Su voz profunda y segura lo llevó a ser un maestro de ceremonias solicitado en eventos públicos y corporativos.
Sin embargo, su mayor legado fue su capacidad para conectar con los niños y transmitirles valores de amor y respeto.
A medida que pasaron los años, la salud de Ramiro Gamboa comenzó a deteriorarse.
A finales de 1992, su condición se agravó, y el 29 de diciembre de ese año, falleció a los 75 años.
La noticia de su muerte conmovió a una nación que lo había amado profundamente.
Su legado perdura en la memoria de aquellos que crecieron viéndolo en la pantalla, esperando con ansias sus consejos y risas.
En sus últimos momentos, Gamboa siguió siendo el mismo hombre que había dedicado su vida a enseñar a los demás cómo amar.
Su famosa frase, “No me fallen, sobrinos, no me fallen”, resuena aún en los corazones de quienes alguna vez fueron sus pequeños televidentes.

La historia de Ramiro Gamboa, el querido tío Gamboín, es un testimonio de la influencia que una figura puede tener en la vida de las generaciones.
Su dedicación, amor y autenticidad lo convirtieron en un ícono de la televisión mexicana, un verdadero guardián de la inocencia.
Aunque ya no esté físicamente presente, su legado continúa vivo en el corazón de todos aquellos que crecieron bajo su cuidado.
La vida de Gamboa nos recuerda la importancia de la bondad, la empatía y el amor en un mundo que a menudo puede ser cruel.
Su historia es un legado que trasciende el tiempo, un recordatorio de que, a pesar de las adversidades, siempre hay espacio para la alegría y la inocencia.