Octavio Mesa Gómez, nacido el 4 de agosto de 1933 en Santa Rosa de Osos, Antioquia, es recordado como una de las voces más auténticas de la música popular colombiana.
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Desde sus humildes comienzos en un pequeño pueblo del norte antioqueño, Octavio se trasladó a Medellín, donde su vida empezó a entrelazarse con la música y la cultura popular.
Hijo de Miguel Antonio Mesa, un técnico industrial que le enseñó disciplina, y de Celsa Gómez, ama de casa que le inculcó valores sólidos, Octavio creció junto a sus siete hermanos en un hogar alegre y sencillo.
Desde muy pequeño demostró su inclinación por la música; con apenas ocho años participaba en actividades escolares interpretando canciones con naturalidad sorprendente.
Durante su adolescencia, Octavio comenzó a desarrollar un estilo propio, combinando la picardía popular con la melancolía de las experiencias personales.
Su primera composición, “Mi rival”, surgió de una decepción amorosa, y ya mostraba la capacidad del artista para convertir sentimientos intensos en música.
Estas primeras vivencias marcaron la esencia de sus letras, que hablarían de amor, desamor, traiciones y alegrías, siempre con un estilo directo y cercano a la gente común.
Su vida en Medellín durante los años 50 estuvo marcada por la mezcla entre trabajo duro y la música.
Octavio desempeñó numerosos oficios: recolector de café, arriero, cargador de mulas, ayudante rural, lo que le permitió conocer de cerca el habla, los dichos y la idiosincrasia del pueblo antioqueño.
En 1952, su carrera musical profesional comenzó con el dueto Mesa y Bolívar, grabando sus primeros corridos con el sello Ceida.
Aunque estos primeros trabajos no alcanzaron un éxito masivo, abrieron la puerta a una carrera que lo consagraría como el “Rey de la Parranda”.
Su estilo irreverente y auténtico rompió con las convenciones de la música colombiana de la época, que privilegiaba baladas románticas, boleros refinados o música andina solemnemente interpretada.
Octavio, en cambio, cantaba sobre borracheras, peleas en cantinas, infidelidades y la vida cotidiana del pueblo.
Este enfoque directo y picaresco generó polémica.
Sectores culturales y religiosos lo criticaban por vulgar, pero precisamente esa autenticidad lo conectó con el público popular.
La música de Octavio se convirtió en un reflejo de la vida real de Antioquia, y su voz era escuchada en fondas, cantinas y barrios, mientras en otros espacios era censurada.
Esa contradicción fortaleció su fama: lo que no podía sonar en la radio, se cantaba con más fuerza en la calle.
Su capacidad para retratar la vida cotidiana con humor y desparpajo lo convirtió en un cronista musical de su tiempo, alguien que narraba la realidad sin adornos.
Durante su carrera, Octavio Mesa compuso más de 2,600 canciones, una producción sorprendente para cualquier artista.
Sus composiciones no eran de encargo; surgían de experiencias personales, observaciones del entorno y la interacción con la gente.
Cada letra llevaba la esencia de la cultura popular paisa: sus costumbres, sus dichos, su alegría y su picardía.
Entre sus grabaciones más recordadas se encuentra el compilatorio “Los relajos del arriero”, lanzado a inicios de los años 2000, que reunió sus temas más emblemáticos y sirvió de puerta de entrada para nuevas generaciones que querían descubrir la música parrandera.

Una característica notable de Octavio era la forma en que transformaba historias populares en canciones festivas.
Temas como su famoso corrido sobre un supuesto enfrentamiento con otro hombre mostraban la combinación de humor, valentía y tradición campesina.
Aunque el relato parecía un desafío, en realidad era una celebración de la picardía y del ingenio popular.
En una época en la que la Iglesia tenía gran influencia, cantar estas historias era un acto de irreverencia, pero también de identidad cultural.
Sus letras permitían al público sentirse identificado y reírse de la vida, sin perder la conexión con sus raíces.
A pesar de su éxito y popularidad, la vida de Octavio Mesa no estuvo exenta de dificultades.
Como muchos artistas populares, enfrentó precariedad económica y problemas de salud en sus últimos años.
Aunque sus canciones eran ampliamente difundidas, no generaron las regalías suficientes para garantizarle una vida cómoda.
La industria musical de la época no protegía a los compositores, y muchos de sus temas circularon en discos y cassettes sin que Octavio recibiera beneficios significativos.
Vivió sus últimos años en un modesto apartamento en Medellín, dependiendo parcialmente de la ayuda de amigos y de una pequeña pensión otorgada por la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia.
Sin embargo, estas limitaciones no afectaron su espíritu.
Octavio mantuvo siempre la sencillez, la alegría y el buen humor que lo caracterizaban.
Su vida personal y profesional reflejaba la autenticidad de un hombre que nunca buscó lujos ni reconocimiento excesivo; su recompensa era la música misma y la conexión con su público.
Su salud se deterioró en 2006 debido a complicaciones renales, y el 12 de marzo de 2007 falleció en Medellín a los 73 años, víctima de un infarto.
Su muerte fue sentida profundamente en Antioquia y en todo el país, pues con él se fue una de las voces más queridas de la cultura popular colombiana.

El legado de Octavio Mesa perdura.
Cada diciembre, sus canciones vuelven a sonar en las fondas, reuniones familiares y celebraciones, recordando la alegría y la picardía paisa.
Su música sigue siendo interpretada por nuevos artistas, y su influencia es evidente incluso en músicos contemporáneos como Juanes, quien ha reconocido la importancia de Octavio como inspiración en su propio trabajo.
Además, su hijo Robinson ha continuado con el legado familiar, manteniendo vivo el nombre de Mesa en los escenarios y asegurando que la música de su padre no caiga en el olvido.
Octavio Mesa no solo fue un músico, sino un cronista de su tiempo.
Sus canciones narraban la vida cotidiana, los chismes, los romances, los conflictos y las celebraciones del pueblo antioqueño.
Su obra reflejaba la realidad con humor, irreverencia y cercanía, sin pretensiones, y esa autenticidad lo convirtió en un ícono cultural.
Era un artista que trascendía géneros y generaciones, cuyo estilo único permitía que sus canciones fueran interpretadas por diferentes voces, adaptándose a nuevos públicos sin perder su esencia.

En conclusión, hablar de Octavio Mesa es hablar de la esencia de Antioquia y de la música popular colombiana.
Su vida, llena de esfuerzo, talento y sencillez, demuestra que la autenticidad y la conexión con el pueblo pueden superar la adversidad y dejar un legado duradero.
Octavio Mesa será siempre recordado como el rey de la parranda, el hombre que inmortalizó la picardía, la alegría y la cotidianidad de su gente, y cuya música sigue siendo un símbolo de identidad cultural, capaz de arrancar sonrisas y unir generaciones en torno a la tradición musical de Colombia.
Aunque físicamente ya no esté, su voz continúa resonando en cada fonda, en cada fiesta y en cada hogar, recordándonos que la verdadera grandeza de un artista reside en la capacidad de emocionar y acercar a la gente a su propia historia.