La traición que marcó una revolución: la niña que vendió al Che Guevara habla por primera vez y su versión estremece al mundo
Han pasado sesenta años desde aquel día que quedó grabado en la memoria histórica de América Latina: el momento en que una niña campesina, apenas de trece años, señaló al hombre que recorría los senderos bolivianos perseguido por el ejército.

Ese gesto, aparentemente insignificante, se convirtió en la pieza final que permitió la captura de Ernesto “Che” Guevara.
Durante décadas, su identidad fue un misterio protegido por miedo, vergüenza y resentimiento.
Hoy, convertida en una mujer mayor, decide romper el silencio y revelar por primera vez por qué lo hizo, qué sintió y cómo esa decisión cambió su vida para siempre.
Su historia comienza en un pequeño caserío del sureste boliviano, donde la pobreza era la norma y el miedo, una herramienta diaria de supervivencia.
En ese entorno, una niña creció escuchando disparos lejanos, oyendo nombres que no entendía y viendo pasar soldados que prometían protección a cambio de obediencia.

Su familia apenas lograba mantenerse con trabajo ocasional, y 10 mil pesos —una suma insignificante para unos, pero una fortuna para ellos— significaban comida, techo y la posibilidad de sobrevivir un mes más.
Ese detalle es fundamental para entender lo que vino después.
La mujer, a la que hoy llamaremos simplemente “Elena” para proteger su identidad real, recuerda el día exacto.
Era temprano, el sol aún no calentaba la tierra, cuando dos militares tocaron la puerta de su casa.
Le dijeron que buscaban a un hombre barbudo, enfermo y con acento extranjero.
Le mostraron billetes, y le prometieron que si lo señalaba, si decía dónde había estado lo verían como un acto patriótico.
Elena, con el miedo metido en el pecho, aceptó sin saber que estaba firmando su propia condena moral.
El encuentro fue fugaz, pero mortal.
Mientras caminaba hacia el sendero donde solían aparecer los guerrilleros, vio a un hombre solitario, delgado, apoyado en un tronco.
El Che, como se sabría después.
Ella lo había visto días antes, pero entonces solo lo consideró un forastero enfermo.
Aquel día, sin embargo, decidió no mirar atrás.
Los soldados la seguían desde lejos.
Señaló con la mano.
Esa acción desencadenó la emboscada que horas después terminaría con el arresto del guerrillero más mítico del continente.
Elena no volvió a ver al Che después de ese momento.
No escuchó los disparos, no estuvo presente en La Higuera, pero la historia se encargaría de recordarle para siempre que su gesto tuvo consecuencias enormes.
Durante años, vivió cargando con el peso de lo que hizo.
Nunca usó el dinero con libertad: con cada compra, cada comida, sentía que llevaba un peso que no le pertenecía.
Su familia se benefició, sí, pero internamente ella se consumía en una mezcla de culpa y temor.
Cuando la historia se hizo pública décadas después, Elena se convirtió en un fantasma acusado por todos sin poder defenderse.
Algunos la llamaron traidora.
Otros, víctima.
Ella, en cambio, se consideraba una niña obligada a decidir entre el hambre de su casa y la vida de un hombre que no conocía.
Esa dualidad la persiguió como una sombra.
Durante años evitó hablar del tema, guardó silencio incluso frente a sus hijos, que crecieron sin saber la verdad.
La primera vez que sintió la necesidad de hablar fue cuando su nieta, adolescente, le contó que estudiaban en la escuela la historia del Che Guevara.
Le describió al guerrillero como un símbolo de lucha, resistencia y rebeldía.
Elena sintió un nudo en la garganta.
Era la primera vez que confrontaba su pasado con una generación que no conocía el terror de la pobreza extrema ni las amenazas militares.
Fue entonces cuando decidió reunir valor suficiente para revelar su historia al mundo.
Según cuenta, la promesa de 10 mil pesos no fue la única razón de su traición.
Lo que nunca se supo es que los militares la habían amenazado con detener a su padre si no colaboraba.
Para una niña, el mensaje era claro: señalar al extraño o ver a su familia destruida.
Esa parte, oculta durante sesenta años, cambia por completo la narrativa.
Y aunque no exime su participación, sí expone la crudeza de la manipulación militar sobre los campesinos en un contexto de guerra.
Elena asegura que nunca supo quién era realmente el Che hasta muchos años después.
No entendía de revoluciones, ideologías ni luchas armadas.
Solo conocía el miedo.
Solo entendía la miseria.
Lo que para el ejército era “una operación”, para ella era supervivencia.
Sin embargo, el tiempo no borró la culpa.
A veces soñaba con aquel hombre enfermo, aquel rostro cansado.
Se preguntaba si la habría mirado, si habría sabido que ella era la pieza final que entregó su paradero.
Ahora, con la voz quebrada por los años y la memoria, Elena dice que no busca perdón.
No pretende cambiar la historia ni limpiarse públicamente.
Solo quiere explicar que la traición que se le atribuye no nació del odio ni del interés, sino del miedo, de una infancia marcada por la violencia de un país en guerra interna.
Su confesión abre debates complejos.
¿Puede considerarse traición un acto realizado bajo coacción? ¿Puede juzgarse a una niña que fue empujada a elegir entre su familia y un desconocido? ¿Es responsable de haber alterado el destino de uno de los símbolos revolucionarios más importantes de Latinoamérica? Historiadores, analistas y ciudadanos tienen opiniones divididas.
Para algunos, ella fue un instrumento del ejército.
Para otros, sus manos nunca podrán liberarse del peso moral del acto.
Lo cierto es que Elena, hoy una anciana frágil, vive intentando reconciliarse con los fantasmas que la acompañan desde hace seis décadas.
Ha pedido a su familia que no la oculte más, que no guarde su verdad, porque —según ella— la culpa no puede heredarse.
Su historia, revelada con sinceridad y dolor, demuestra que detrás de cada hecho histórico hay personas anónimas atrapadas en decisiones más grandes que ellas.
La traición no siempre nace del odio.
A veces nace del hambre, del miedo, de la manipulación.
Y hoy, cuando Elena cuenta por primera vez lo que vivió, queda claro que su historia no es solo la de la niña que delató al Che Guevara… sino la de una mujer que carga, desde hace sesenta años, con un peso que jamás pidió llevar.