🔥🏛️ Poder, excesos y traición: la historia oscura de Arturo “El Negro” Durazo
Arturo Durazo Moreno pasó a la historia como “El Negro” Durazo, uno de los personajes más infames del México del siglo XX.

Su ascenso al poder no se dio por méritos profesionales ni por vocación de servicio, sino por una combinación letal de lealtades políticas, ambición desmedida y una cercanía peligrosa con las más altas esferas del poder.
Como jefe de la policía del entonces Distrito Federal, Durazo no solo controló la seguridad pública: la secuestró.
Su nombramiento fue visto por muchos como un premio político.
Amigo personal del presidente José López Portillo desde la juventud, Durazo llegó al cargo con una protección que lo hacía intocable.
Esa cercanía fue su escudo.
Bajo su mando, la policía dejó de ser una institución para convertirse en una herramienta personal, diseñada para enriquecerse, aplastar enemigos y sembrar miedo tanto en criminales como en ciudadanos comunes.

El apodo de “El Jefe Más Corrupto de México” no fue una exageración mediática.
Durazo llevó la corrupción a niveles grotescos.
No se conformó con sobornos discretos ni con enriquecimiento silencioso.
Construyó mansiones imposibles de justificar, organizó fiestas extravagantes y se movió como un virrey moderno, rodeado de escoltas y aduladores.
Su residencia en Zihuatanejo, conocida como “El Partenón”, se convirtió en el símbolo máximo de su descaro: una mansión de lujo inspirada en la arquitectura griega, levantada con dinero cuya procedencia nadie se atrevía a cuestionar públicamente.
Pero el verdadero horror no estaba solo en el dinero robado, sino en la violencia ejercida.
Bajo su gestión, la policía capitalina fue acusada de secuestros, torturas, extorsiones y asesinatos.
Las detenciones arbitrarias se volvieron rutina.
La línea entre autoridad y delincuencia desapareció por completo.
Para muchos ciudadanos, encontrarse con la policía era tan peligroso como cruzarse con el crimen organizado.
Durazo había logrado lo impensable: convertir a quienes debían proteger en una amenaza directa.
El miedo era su principal herramienta de control.
Periodistas, opositores y críticos aprendieron rápidamente que investigar o denunciar tenía consecuencias.
El silencio no era casual, era impuesto.
Dentro de la corporación, la lealtad se compraba y se castigaba.
Quien obedecía prosperaba.
Quien dudaba, desaparecía del mapa institucional, o algo peor.
El mensaje era claro: Durazo mandaba, y nadie lo tocaba.
Durante años, esa impunidad pareció inquebrantable.
Mientras el país enfrentaba crisis económicas y crecientes tensiones sociales, el jefe policiaco vivía en una burbuja de excesos.
Autos de lujo, viajes, joyas, influencias.
Todo a la vista, todo sin consecuencias.
Su figura se convirtió en una provocación permanente para una sociedad cansada de abusos, pero aún paralizada por el poder presidencial que lo respaldaba.
La caída llegó cuando el sistema que lo había protegido comenzó a resquebrajarse.
El final del sexenio de López Portillo marcó un cambio brutal.
Sin el manto presidencial, Durazo quedó expuesto.
De pronto, los expedientes aparecieron, las investigaciones avanzaron y lo que durante años fue intocable se volvió insostenible.
El mismo Estado que lo había encumbrado necesitaba ahora un culpable visible, un sacrificio que demostrara que la corrupción tenía límites.
Durazo huyó.
Su imagen de hombre poderoso se transformó en la de un fugitivo.
Fue capturado, juzgado y condenado por enriquecimiento ilícito, entre otros cargos.
Las imágenes de su arresto contrastaron violentamente con el recuerdo de su soberbia.
El jefe temido, el hombre que parecía dueño del país, terminó reducido a un símbolo de caída y vergüenza institucional.
Sin embargo, su encarcelamiento no borró el daño causado.
Para muchos mexicanos, Durazo no fue una anomalía, sino la prueba de un sistema que permite y produce figuras así.
Su historia dejó una herida profunda en la confianza pública.
Demostró que la corrupción no solo roba dinero, sino dignidad, seguridad y vidas.
Que cuando el poder se concentra sin control, el abuso se vuelve norma.
Tras su condena, “El Negro” Durazo desapareció del centro del debate público, pero nunca de la memoria colectiva.
Su nombre quedó asociado para siempre a una época oscura, a una policía temida, a un gobierno que confundió lealtad personal con justicia.
Murió años después, lejos del poder, sin recuperar jamás la influencia que creyó eterna.
Hoy, su figura sigue siendo mencionada como advertencia.
Cada nuevo escándalo de corrupción, cada abuso de autoridad, revive su fantasma.
Porque Durazo no fue solo un hombre malo en el lugar equivocado.
Fue el producto de un sistema que toleró el exceso, celebró la impunidad y solo reaccionó cuando el costo político fue demasiado alto.
“El Jefe Más Corrupto de México” no es solo un título histórico, es una etiqueta que incomoda porque recuerda una verdad incómoda: mientras existan estructuras que protejan al poder sin rendición de cuentas, siempre habrá un nuevo Durazo esperando su turno.
Su historia no debe recordarse con morbo, sino con memoria crítica.
Porque olvidar cómo operó el terror desde dentro del Estado es abrir la puerta para que vuelva a repetirse.
Arturo “El Negro” Durazo cayó, sí.
Pero la pregunta que dejó sigue vigente y sin respuesta definitiva: ¿aprendió México la lección, o solo cambió de nombres y rostros?