A los 81 años, Enrique Guzmán volvió a abrir la boca, pero esta vez no para cantar, sino para decir lo que nunca se había atrevido: que sí, que muchas cosas que se murmuraban eran verdad y que el tiempo no borra ni endulza, solo revela.
El ídolo juvenil que llenaba auditorios terminó admitiendo en voz baja lo que muchos ya sabían en voz alta.
Nacido en Caracas, su historia no es venezolana; es un bolero de pasaportes cruzados y patria prestada.
Sus padres lo registraron en la embajada mexicana como si presintieran que ese niño no iba a pertenecerle a un solo país, sino a toda una generación.
Dejó Venezuela a los 12 años, justo cuando los demás niños se aprendían las capitales.
Él ya se sabía los micrófonos.
La música no le llegó como inspiración divina, sino como necesidad familiar.
Iba de evento en evento prestando su voz y su carisma precoz, como quien ensaya sin saber que será protagonista.
Sergio Bustamante fue uno de los primeros que lo hizo subirse al escenario.
Ahí nació el monstruo.
A los 14 años, mientras otros se preocupaban por espinillas, él formaba una banda que cambiaría la historia: Los Teen Tops.
El nombre sonaba a anuncio de refresco, pero el contenido era pura rebeldía traducida al español.
En su primer show de radio, el vocalista oficial perdió la voz y Guzmán, sin pedir permiso, tomó su lugar.
Fue como si el destino le diera un micrófono sin cables.
Nunca lo soltó.
Ese accidente fue su inicio real.
En vez de agradecer, el público exigió más.
La industria temía al rock como se teme a un huracán.
Sabían que arrasaría con todo, y así fue.
La Plaga y El Rock de la Cárcel convirtieron un género marginal en fenómeno nacional.
Enrique no imitaba a Elvis; lo traducía, lo tropicalizaba, lo hacía suyo.
El adolescente de ojos claros y gesto altanero se convirtió en el sonido de una época.
Pero el rock era solo la fachada.
Detrás del escenario, Guzmán empezaba a escribir canciones propias, como Pensaba en Ti, una balada con la dulzura de un suspiro y la ansiedad de un arrepentido.
Comenzaba a verse no solo como cantante, sino como arquitecto de sus emociones.
En 1961 dejó la banda, como quien se quita un traje que ya no le queda.
Arrancó su carrera solista con 100 Kg de Barro, demostrando que podía llenar estadios sin escudarse en ningún grupo.
Su voz sedosa y su estilo limpio lo pusieron en la cima.
Cantaba como quien acaricia el alma, pero con la seguridad de quien sabe que la fama no perdona errores.
Paul Anka lo inspiraba, pero Enrique le puso acento, gesto y mirada mexicana.
Mi Corazón Canta y Tu Cabeza en Mi Hombro no eran traducciones; eran traducciones del alma.
A la par que vendía discos, estudiaba medicina.
Sí, medicina.
Como si la fama fuera una casualidad y no un destino.
Abandonó la carrera antes de terminarla, y no porque no pudiera, sino porque ya tenía otra cirugía entre manos: la del entretenimiento.
Durante ese tiempo vivió un romance con Angélica María.
Eran la pareja dorada, aunque jamás oficial.
Todo el mundo los veía juntos, pero nadie confirmaba nada.
Como esos amores que todos saben, pero nadie admite.
La novia de México y el roquero sin frenos jugaban a esconderse mientras las revistas los buscaban como detectives sentimentales.
Las críticas llovían.
Muchos decían que no era el hombre para ella, y quizás tenían razón.
Pero también quizás ese amor sin etiquetas fue más duradero que muchos matrimonios con acta.
En 1966 filmó Únete a Mí con Rocío Durcal.
España se rindió ante el dúo.
La prensa empezó a hablar de boda.
No hubo tal.
Lo que sí hubo fue química en pantalla, suspiros fuera de cámara y titulares que vendían más que los boletos de cine.