El regreso de Laura Mendoza a su pueblo natal no fue como lo había imaginado durante las noches interminables en el cuartel.
Durante tres años, había soñado con abrazar a su madre, con volver a oler el café recién hecho en la cocina familiar, con escuchar las historias de los vecinos en la plaza.
Pero aquel día de regreso trajo consigo una verdad que jamás habría podido anticipar.

El autobús había llegado a San Miguel de Allende con el rugido de sus frenos y el polvo que se levantaba en el aire caliente.
Laura descendió con paso firme, cargando la mochila militar que había compartido con ella tantas batallas, tanto barro y tanta soledad.
Su uniforme verde olivo todavía llevaba manchas desvaídas de la arena del desierto extranjero donde había servido.
La plaza se extendía ante ella como un cuadro detenido en el tiempo: el campanario de la iglesia con sus grietas eternas, las casas de adobe en tonos rosa y azul celeste, los vendedores de elotes gritando su mercancía, los niños corriendo detrás de una pelota desinflada.
Todo era igual y, al mismo tiempo, diferente.
La señora Esperanza, la tendera, le gritó desde la puerta:
—¡Laura, bendito sea Dios, volviste! Tu mamá estará feliz de verte.
Pero la sonrisa de la mujer no llegó a sus ojos.
Había una sombra, un gesto extraño de compasión o tal vez de miedo.
Laura lo notó y le dio vueltas en la cabeza mientras caminaba hacia la casa que había sido su refugio en la infancia.
Al llegar, lo primero que le golpeó fue el jardín.
Su madre, Carmen, siempre había sido devota de sus plantas: las bugambilias colgaban como cascadas rojas, las macetas rebosaban de albahaca y menta.
Pero ahora, todo parecía seco, marchito, abandonado.
—Quizá trabaja demasiado —se dijo Laura, intentando ahogar el presentimiento que le recorría la espalda.
Tocó el timbre tres veces, como hacía de niña.
Nadie contestó.
Con la llave de repuesto entró y dejó su mochila en el vestíbulo.
—¡Mamá, ya estoy en casa! —gritó con fuerza.
El silencio fue tan profundo que le erizó la piel.
La sala estaba ordenada, pero cubierta de polvo.
La mesa del comedor tenía platos sucios amontonados, algo imposible en una mujer tan meticulosa como Carmen.
Laura avanzó despacio, con el corazón latiendo como tambor.
Subió las escaleras, llamando una y otra vez.
Nadie respondió.
De pronto, un ruido metálico llegó desde el sótano, un sonido seco, como de cadenas arrastrándose.
Laura se detuvo en seco, con la garganta cerrada.
Su madre jamás bajaba sola al sótano, siempre había dicho que le daba miedo.
Con paso firme, abrió la puerta del sótano.
Un olor agrio, a humedad y encierro, subió desde las escaleras oscuras.
Bajó encendiendo la linterna de su celular.
La escena que la esperaba la dejó helada.
Allí, en medio del cuarto de cemento, estaba su madre.
Encadenada a la pared.
Sus muñecas estaban sujetas con gruesos grilletes de hierro, y su rostro, demacrado, apenas levantó la vista al ver a su hija.
—¡Mamá! —gritó Laura, corriendo hacia ella.
Carmen tenía el cabello canoso, revuelto, y sus ojos hundidos parecían los de alguien que llevaba meses sin ver la luz del sol.
Sus labios resecos se movieron apenas.
—Hija… sabías que un día lo descubrirías…
Laura cayó de rodillas, intentando soltar los candados con sus propias manos.
Eran fuertes, oxidados, imposibles de romper sin herramientas.
Con la linterna buscó desesperada algo para liberarla, pero lo único que encontró fue una caja de madera en un rincón.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó, la voz quebrada.
La respuesta la dejó sin aire.
—Yo misma.
Laura se quedó paralizada.
—¿Cómo que tú misma?
Su madre bajó la cabeza y comenzó a llorar en silencio.
Con dificultad, explicó:
—Después de que te fuiste, las voces regresaron.
Las mismas que me atormentaban cuando eras niña.
Pensé que se habían ido, pero volvieron, más fuertes… Me decían que te haría daño, que te destruiría como a tu padre.
Y no quería.
No quería lastimarte, Laura.
Así que pedí ayuda… alguien me encadenó aquí, para que no pudiera hacerle daño a nadie.
El mundo se tambaleó bajo los pies de la joven.
Recordó los rumores en el pueblo, las miradas de lástima, las veces que había sorprendido a su madre hablando sola en la cocina.
Todo encajaba de golpe.
—No… no puede ser —susurró Laura—.
¿Papá… también…?
Carmen cerró los ojos y asintió con un gesto casi imperceptible.
—No quise hacerlo, hija… pero las voces…
Un escalofrío recorrió la columna de Laura.
Por primera vez en su vida, sintió miedo de la mujer que le había dado la vida.
Pero al mismo tiempo, vio la vulnerabilidad, la desesperación, el castigo que ella misma se había impuesto.
—Mamá, no puedo dejarte así —dijo, intentando sonar firme.
—Debes hacerlo —replicó Carmen, con una fuerza inesperada—.
No sabes lo que soy capaz cuando ellas regresan.
Las lágrimas ardían en los ojos de Laura.
—He enfrentado la guerra, mamá.
He visto morir a compañeros en mis brazos.
No voy a rendirme contigo.
Buscó desesperada hasta encontrar un viejo martillo oxidado.
Con todas sus fuerzas, golpeó los candados hasta que el metal cedió.
Los grilletes cayeron al suelo con un estruendo que resonó en todo el sótano.
Su madre se derrumbó en sus brazos, débil como una niña.
Laura la abrazó, sintiendo el peso de su cuerpo consumido por la soledad y el encierro.
Pero entonces, un murmullo llenó el sótano.
Al principio pensó que era el viento, hasta que comprendió que eran susurros… voces que no venían de su madre, sino que parecían rodearlas, reptando por las paredes.
—Nunca debiste liberarla —dijeron al unísono, en un tono gélido.
Laura se quedó helada.
Su madre, con los ojos abiertos de par en par, comenzó a temblar violentamente.
—¡Te lo advertí! —gritó Carmen—.
¡No era por mí, era por ti!
La linterna del celular parpadeó y luego se apagó, dejándolas en una oscuridad espesa.
El sótano se llenó de un murmullo creciente, como un coro de lamentos.
Laura apretó a su madre contra su pecho.
No sabía si aquellas voces eran reales, fruto de la locura o de algo más oscuro.
Lo único que sabía era que no la dejaría sola.
Subió las escaleras a tientas, cargando a Carmen con todas sus fuerzas.
Afuera, el sol todavía brillaba sobre el pueblo, ignorante de la tragedia que se desarrollaba en aquella casa.
Cuando los vecinos vieron a Laura salir con su madre en