Estimados televidentes, la figura que nos convoca esta noche es un ícono.
Ella fue la sonrisa más luminosa de la televisión italiana durante décadas de oro.
La voz dulce y serena que hizo soñar a millones de personas a lo largo del mundo.
La imagen eterna de un amor que, para la audiencia global, parecía imposible de romper o siquiera de fisurar.

Hablamos de Romina Power, hija de leyendas de Hollywood, musa de una generación entera y símbolo de una época de romanticismo en la música.
Sin embargo, a sus 74 años de edad, la artista ha pronunciado una frase que nadie en el medio esperaba escuchar de su boca.
Una declaración que resuena con la fuerza de una verdad largamente reprimida: “Hay cinco personas a las que jamás podré perdonar”.
Durante décadas, Romina guardó un silencio pétreo sobre sus dolores más profundos.
Aplaudida, criticada, incomprendida, Romina se mantuvo firme en su dignidad.
Conservó una elegancia intacta ante la adversidad y un dolor escondido bajo cada sonrisa pública.
Pero ahora, después de años de rumores, desapariciones, traiciones públicas y heridas nunca cerradas, ha decidido dar el paso.
Ha decidido nombrarlos uno por uno, aunque solo para un círculo íntimo que luego filtraría la verdad al mundo.
Y con cada nombre revelado, se desvela una historia compleja que muchos en el show business y en su propia familia preferirían olvidar por completo.
La pregunta se vuelve inevitable y crucial: ¿Fue su esposo, su compañero de escenario durante más de 25 años, el que la hirió?
¿Fue la mujer que vino después de su divorcio y que ocupó su lugar familiar y sentimental?
¿O fue alguien más, alguien que se escondió tras las brillantes luces del espectáculo para romper su vida desde adentro, desde los cimientos?
Romina Power, en este acto de confesión, no busca venganza pública o represalias.
Busca, sobre todo, cerrar ciclos de dolor que han permanecido abiertos por demasiado tiempo.
Y esta noche, estimados televidentes, abriremos con ella la caja de los secretos que se mantuvo cerrada durante medio siglo de vida pública.
Porque a veces, el perdón no es posible ni es la vía de sanación.
Y cuando no lo es, la verdad se convierte en lo único que queda en pie, por dura que sea.
Romina Francesca Power nació el 2 de octubre de 1951 en Los Ángeles, California, la cuna del cine.
Estuvo envuelta desde su primer aliento en un aura de fama, glamour y enormes expectativas.
Fue hija del legendario actor Tyrone Power y de la actriz mexicana Linda Christian, lo que la ancló desde niña a la aristocracia de Hollywood.
Su infancia fue marcada por el brillo innegable de la meca del cine.
Pero también fue marcada por una sombra prematura: el divorcio de sus padres en 1956, cuando ella apenas tenía 5 años de edad.
Tras la dolorosa separación, su madre la llevó a vivir una existencia itinerante.
Se mudaron constantemente entre Inglaterra, Suiza e Italia, en un ir y venir constante que fragmentó su arraigo emocional.
Sin embargo, esta vida de constantes cambios moldeó su sensibilidad artística y su profunda capacidad de adaptación.
A los 13 años, Romina ya había debutado formalmente como actriz en el cine.
Su belleza magnética, su aire melancólico y su presencia misteriosa la convirtieron rápidamente en un rostro deseado del cine europeo.
Pero no fue solo la imagen lo que atrapó a la audiencia de manera tan profunda.
Fue esa mezcla única de inocencia y rebeldía que emanaba de su personalidad y de su rostro.
Fue precisamente esa combinación la que la llevó a ser el centro de varias controversias cinematográficas en roles precoces.
Y esto ocurrió incluso antes de alcanzar la mayoría de edad legal, un tema que la seguiría persiguiendo.
Su carrera dio un giro crucial y definitorio en el año 1967.
Fue en ese año cuando conoció al cantante italiano Albano Carrisi durante el rodaje de una película.
El flechazo entre la actriz californiana y el cantante de Apulia fue inmediato y con una química palpable.
En 1970 se casaron, iniciando una etapa que sería trascendental tanto en lo artístico como en lo íntimo.
De ese amor volcánico no solo nacieron cuatro hijos, sino también un dúo musical que marcaría a fuego la cultura pop italiana.
El dúo, conocido simplemente como Albano y Romina Power, se convirtió en sinónimo de felicidad.
Con canciones icónicas como Felicità, Sará perché ti amo, Ci Sarà o Sharazan, conquistaron no solo el prestigioso Festival de Sanremo.
Conquistaron el corazón de toda una generación de seguidores en Europa y Latinoamérica.
En cada presentación, Romina encarnaba un tipo de elegancia serena, casi etérea.
Mientras tanto, su voz dulce y delicada se fundía con la calidez potente y vibrante de la voz de Albano.
Juntos eran la imagen de una pareja ideal, un símbolo inquebrantable de armonía tanto en el escenario como fuera de él.
Durante los años 80, su éxito fue absolutamente avasallador.
Llenaban estadios con facilidad, aparecían en televisión casi a diario y sus discos se vendían por millones de copias.
Romina era admirada no solo por su talento natural como cantante.
También lo era por su estilo personal, siempre discreta, siempre sofisticada, siempre diferente.
En una época donde el espectáculo comenzaba a saturarse de escándalos y excesos, ella mantenía una distancia prudente entre lo personal y lo público.
Este manejo fortaleció su aura casi mítica de estrella de cine.
Pero detrás de esa imagen idílica y perfecta se gestaban grietas profundas que la prensa no podía ver.
Romina, a pesar de la alegría del éxito musical, no dejaba de arrastrar ciertas heridas no cicatrizadas de su juventud.
La presión de haber sido hija de dos iconos de la pantalla grande nunca desapareció.
El desarraigo infantil por la vida itinerante también pesaba en su alma.
Las críticas a sus primeros y controvertidos papeles en el cine seguían resonando en su interior.
El peso de la fama y de una familia numerosa a la que proteger se fue acumulando en silencio.
Aún así, durante décadas supo mantenerse en pie con una dignidad imperturbable y envidiable.
Cuando hablaba en entrevistas era medida y precisa en sus palabras.
Cuando cantaba, parecía que el tiempo se detenía, hipnotizando al público.
Y aunque los medios la rodeaban constantemente y la asediaban, pocas veces lograban penetrar en su verdadera intimidad.
Romina Power era, para muchos, un misterio hermoso y doloroso al mismo tiempo.
Hoy, mirando en retrospectiva la magnitud de su vida, es difícil no preguntarse cómo pudo sostener tanto peso emocional.
Porque incluso cuando el mundo creía verla feliz en el escenario, Romina ocultaba mucho más dolor de lo que dejaba ver.
Lo que parecía una vida dorada y perfecta estaba tejido con hilos de nostalgia, sacrificio y, en más de una ocasión, un silencio forzado.
Una historia real que por fin comienza a contarse desde su propia voz.
Durante mucho tiempo, nadie sospechaba que el castillo que Romina y Albano habían construido, piedra a piedra, canción tras canción, comenzaba a mostrar fisuras internas.
Pero las señales estaban ahí, latentes, solo que cubiertas por el estruendo de los aplausos del público.
La primera grieta profunda, la que cambiaría todo para siempre, se hizo visible en el año 1994.
Fue entonces cuando su hija mayor, Ylenia Carrisi, desapareció misteriosamente en Nueva Orleans a la edad de 23 años.

Romina, la madre que había sonreído frente a las cámaras durante años, se sumió en un silencio casi total.
Desapareció de la vida pública por completo, buscando refugio en su dolor.
Mientras Albano iniciaba una búsqueda mediática y policial sin descanso, ella optó por otro camino, el de la introspección y la fe.
A partir de ahí, comenzaron a circular rumores de desacuerdos entre ambos sobre cómo manejar la inmensa tragedia.
¿Deberían declarar a Ylenia oficialmente fallecida, seguir buscándola eternamente, exponer su dolor o protegerlo del ojo público?
Las respuestas opuestas que ambos ofrecían sobre este tema sembraron la discordia definitiva entre la pareja.
A partir de ese momento, Romina y Albano dejaron de hablar el mismo idioma.
No solo en el ámbito de la música, sino en la vida cotidiana.
Las discusiones ya no se escondían.
Las declaraciones cruzadas en los medios de comunicación se volvieron frecuentes y, a menudo, cargadas de veneno y resentimiento.
En una entrevista, Albano llegó a decir, en referencia a la desaparición: “Cada uno vive el dolor a su manera, pero hay formas que destruyen”.
Romina, por su parte, respondió en otra aparición pública con una frase que aún resuena con fuerza.
“El silencio también es una forma de gritar”, afirmó, defendiendo su forma de vivir el duelo.
El distanciamiento no solo fue emocional, sino que se volvió físico y artístico.
Dejó de haber giras juntos, de aparecer en programas como dúo, de compartir la imagen que tanto había enamorado a Italia.
Lo que el público no veía era el resentimiento acumulado por decisiones unilaterales, por heridas mal cerradas y por la forma opuesta en que cada uno eligió sanar.
Mientras Albano rehacía su vida sentimental con la modelo Loredana Lecciso, Romina se trasladaba constantemente entre California e Italia.
Trataba de encontrar consuelo lejos de los focos y las cámaras que la juzgaban.
Y ahí surgió otro capítulo amargo.
La relación entre Romina y Loredana Lecciso fue, desde el inicio, sumamente tensa y distante.
Aunque Romina pocas veces habló directamente de la pareja de su exmarido, no faltaron las frases cargadas de doble sentido en las entrevistas.
“A veces el reemplazo no solo es de pareja, también de memoria”, dijo una vez.
Esta frase fue una aparente alusión al lugar que Ylenia ocupaba en el corazón de la familia y cómo sentía que otros lo ocupaban sin derecho.
Fue una confesión dura, velada, pero hiriente y cargada de significado.
Los medios italianos no tardaron en explotar cada palabra, cada gesto, cada ausencia de Romina en eventos familiares.
Revistas, programas de chismes, periodistas entrometidos, todos parecían tener una opinión sobre cómo debía Romina vivir su dolor.

Ella, que siempre había protegido su intimidad con ferocidad, se encontró perseguida y vulnerada por el asedio constante.
En más de una ocasión declaró sentirse asediada por la prensa italiana, especialmente durante sus regresos esporádicos al país.
“No vine aquí para revivir heridas, pero me las abren como si fueran espectáculo”, expresó con dolor.
Y como si todo eso fuera poco, volvió a salir a la luz su pasado cinematográfico adolescente.
Algunos medios desempolvaron viejas críticas de sus años de juventud.
La acusaban de haberse beneficiado del erotismo precoz, de haber utilizado su imagen de niña-mujer para provocar en sus papeles.
Romina no guardó silencio.
En entrevistas recientes defendió sus elecciones: “Yo no elegí el deseo ajeno. Yo solo actué”.
Pero en sus palabras no había solo defensa, había también cansancio.
Un cansancio de décadas, un hartazgo de ser siempre mirada, siempre evaluada, siempre malinterpretada en cada uno de sus gestos.
Mientras tanto, lo que alguna vez fue un amor perfecto se transformó en una incomodidad pública palpable.
Cada vez que coincidían en algún homenaje o programa especial, el aire se podía cortar con un cuchillo afilado.
Las sonrisas eran breves, los abrazos fríos y el público ya no sabía a quién creerle o a quién apoyar.
Romina acumulaba nombres, palabras no dichas, promesas no cumplidas detrás de los escenarios.
Y cada uno de esos nombres—el exmarido, la mujer que la sucedió, los periodistas sin alma e incluso los críticos de su juventud—se volvía un eco persistente en su memoria.
Una cuenta pendiente que hasta hoy seguía abierta en su corazón y que la llevó a pronunciar la frase de los cinco nombres inolvidables.
El conflicto, lejos de apaciguarse con el paso del tiempo, se intensificó con la batalla por su hija.
La desaparición de Ylenia no solo separó a Romina y Albano como pareja, sino que los colocó en lados opuestos de una batalla emocional que parecía no tener fin.
Uno de los episodios más tensos ocurrió cuando Albano solicitó legalmente la declaración de fallecimiento de su hija en el año 2013.
Romina se opuso a esta decisión con todo su ser y su fe de madre.
“Mientras no haya pruebas, mi hija está viva”, dijo de manera contundente.
Esta frase desató una nueva tormenta mediática y reavivó todas las viejas heridas de la separación.
Aquel acto legal fue más que una decisión judicial, fue un símbolo de ruptura total de la poca relación que les quedaba.
Para Romina, significaba renunciar a la esperanza de encontrar a su hija con vida.
Para Albano, era una forma de encontrar paz y cerrar legalmente el dolor.
Pero entre ellos lo que surgió fue una avalancha de reproches mutuos.
Las entrevistas se transformaron en campos de batalla con declaraciones hirientes.
“Hay quien prefiere cerrar los ojos y seguir adelante, aunque sea negando la realidad”, expresó Romina en un programa nocturno.

Albano, por su parte, respondió en otro canal con su propia verdad: “El dolor no te da derecho a vivir en la fantasía”.
Cada palabra pública era recibida por la otra parte como un puñal en el alma.
La guerra ya no era silenciosa.
Había acusaciones implícitas de egoísmo, de falta de respeto, de manipulación emocional.
Romina sentía que se le arrebataba incluso su forma de vivir el duelo.
Mientras él se defendía asegurando que no podía seguir atado al pasado por más doloroso que fuera.
La figura de Ylenia, en lugar de unir a los padres en el dolor, se convirtió en el epicentro de una grieta insondable.
Pero las batallas no se libraban únicamente en los tribunales o en la prensa de espectáculos.
También hubo momentos de tensión en espacios mucho más íntimos.
Hubo disputas familiares por la crianza de los otros hijos, que observaban el drama.
Yari, el segundo hijo, intentó mantenerse al margen de la polémica.
Pero Cristel y Romina Jr. vivieron en carne propia las consecuencias de una familia fracturada y expuesta.
Las Navidades, por ejemplo, se volvieron un tablero de ajedrez emocional de alta complejidad.
¿Quién estaba con quién en la cena? ¿Quién faltaba en la mesa familiar? ¿Qué silencio pesaba más en la atmósfera?
Uno de los momentos más simbólicos ocurrió durante una gala televisiva en 2015.
Romina y Albano volvieron a cantar juntos después de más de 15 años sin compartir el mismo escenario.
El reencuentro fue celebrado por millones de fans, pero en sus miradas se notaba que la distancia emocional seguía intacta.
Sonrieron, sí, pero sin calidez real.
Se abrazaron, sí, pero sin alma, de forma protocolaria.
Fue un acto perfectamente coreografiado, nostálgico y al mismo tiempo profundamente triste para quienes sabían la verdad.
Romina se mostró incómoda ante la insistencia de los medios de revivir la magia del pasado que ya no existía.
“No todo lo que brilla es oro”, comentó tras bastidores, según se filtró en una publicación de la época.
Los productores insistían en más duetos, más homenajes, más titulares, buscando el rating.
Pero para ella, todo eso era forzar una narrativa que ya no correspondía a la realidad de su vida.
El público se dividió ante su actitud distante.
Algunos la tacharon de fría, de resentida, de vivir anclada al pasado y a la amargura.
Otros la comprendieron y vieron en su postura una forma de dignidad innegociable.
Vieron la postura de una mujer que se negó a fingir y que no quiso disfrazar de armonía lo que era pura tensión.
Y mientras las cámaras se apagaban y los reflectores se orientaban hacia nuevos rostros, Romina seguía lidiando con la sombra de una historia que se negaba a quedar atrás.

En entrevistas esporádicas, la artista aún soltaba frases cargadas de peso emocional.
“He esperado una disculpa durante tantos años que ya no sé si tendría sentido oírla”, confesó en una ocasión.
En otra ocasión confesó un dolor maternal y personal: “Mi hijo creció sin un padre a su lado y yo sin una red que me sostuviera”.
Eran confesiones breves, pero punzantes, que revelaban el volcán interno.
Con cada palabra quedaba claro que debajo de su serenidad aparente vivía un volcán de emociones.
Uno que guardaba nombres, fechas, escenas y que tal vez por fin se estaba permitiendo erupcionar.
El tiempo que tantas veces actúa como bálsamo no siempre cura las heridas.
Pero sí transforma el dolor en otra cosa más digerible.
Y en el caso de Romina Power, aquello que fue rabia, se convirtió con los años en una nostalgia melancólica cargada de pausas, silencios y reflexiones.
Nadie esperaba que, después de tantas palabras cruzadas y años de distancia, ella y Albano volvieran a compartir escenario de manera constante.
Pero ocurrió.
No fue por una estrategia comercial.
Fue en parte por el deseo de los hijos de no legarles un resentimiento eterno.
Y fue también por algo más íntimo, la certeza de que ciertas heridas solo pueden ser suavizadas con la presencia, aunque no haya palabras que las expliquen del todo.
Romina aceptó cantar nuevamente con él en 2018 en una gira que recorrió Italia y otros países de Europa.
El público ovacionó cada reencuentro, cada nota de Felicità, cada mirada furtiva entre ambos.
Pero para quienes observaban con atención, el verdadero espectáculo ocurría fuera del micrófono.
Ocurría en las miradas largas, en los gestos contenidos y en la forma en que Romina evitaba ciertos temas.
Una noche, en Verona, ocurrió algo que marcó un punto de inflexión en la relación profesional.
Tras interpretar Ci Sarà, Romina tomó la palabra, algo que rara vez hacía en conciertos con Albano.
Su voz temblaba, pero no por nervios, sino por la gran carga emocional del momento que sentía.
Dijo con tono sereno pero firme: “El dolor no desaparece. Se acomoda en algún rincón del alma. Y cantar contigo no es un acto de olvido. Es una forma de rendir homenaje a lo que fuimos”.
El silencio del auditorio fue absoluto y reverente.
Albano, visiblemente conmovido, la tomó de la mano.
No dijeron más, no era necesario, el gesto lo dijo todo.
No se trató de una reconciliación romántica, no hubo promesas ni regresos amorosos.
Fue algo más complejo, más humano.
Un intento de entendimiento, una tregua tácita para no seguir lastimándose mutuamente.
Un reconocimiento de que la vida no es blanco o negro, sino una serie de grises donde caben tanto el amor como el desencanto.
Pero quizá el momento más íntimo ocurrió lejos de las cámaras y los escenarios.
Durante una entrevista para una televisión suiza, Romina fue preguntada directamente sobre el perdón.
Guardó silencio por unos segundos, sopesando la respuesta que daría al mundo.

Y luego respondió con una sabiduría ganada a pulso: “Perdonar no significa olvidar, significa no seguir bebiendo el veneno que otros te dieron”.
Esa frase, sencilla y profunda, resumía todo su trayecto y su resistencia.
Romina Power no perdonó a todos, a algunos tal vez nunca lo hará, especialmente a esos cinco nombres que guarda.
Pero encontró una forma de vivir con esas ausencias, con esas fracturas y con esos cinco nombres que todavía laten en su memoria.
Y aunque muchos esperaban un final con fuegos artificiales, lo que ella ofreció fue algo más sereno: la posibilidad de coexistir con el dolor sin que este consuma su presente y su futuro.
¿Qué ocurre cuando el alma acumula heridas que no cicatrizan, solo se encapsulan en el recuerdo?
¿Es posible caminar por la vida sin volverse piedra después de tantas pérdidas, traiciones y decepciones?
Romina Power no quiso olvidar, no supo hacerlo.
Y quizás, tampoco quiso perdonar del todo, eligiendo su propio camino de sanación.
Su silencio fue su escudo, y su música la única forma de gritar lo que el mundo no estaba dispuesto a escuchar.
Ella eligió su camino, uno solitario, a veces incomprendido, pero profundamente coherente con lo que vivió.
La fama puede hacerte eterna en los escenarios, pero puede dejarte profundamente sola cuando se apagan los focos.
Y en esa soledad, Romina construyó un universo propio.
Un universo donde aprendió a respirar sin pedir permiso, a recordar sin derrumbarse y a vivir con preguntas que quizás nunca tendrán respuesta.
Su historia es una lección de vida.
Una historia vivida entre la música, el amor, la pérdida y la resistencia inquebrantable.
Un nombre que no necesita adornos ni disculpas.
Solo necesita la verdad para ser recordado.
¿Te atreverías tú a decir en voz alta los cinco nombres que no puedes perdonar en tu vida?