La música ecuatoriana no se puede entender sin la voz de Paulina, pero, tal como ella misma ha confesado recientemente, la mujer que el público aplaudía en los escenarios era a menudo una fachada construida para proteger un alma profundamente herida por el sacrificio, el juicio social y las pérdidas irreparables.
Nacida en el corazón de Quito en 1965, Paulina Tamayo creció en un entorno donde el pasillo era el lenguaje cotidiano.

Hija de un panadero con alma de guitarrista y una costurera que hilaba melancolías en forma de canciones, Paulina fue identificada rápidamente como una niña prodigio.
Sin embargo, lo que muchos vieron como un don divino, para ella fue el inicio de una carga económica y emocional desproporcionada para su edad.
A los 14 años, tras el éxito masivo de su primer sencillo profesional, Alma mía, Paulina dejó de ser una niña para convertirse en la empresa que sostenía a sus cinco hermanos y a sus padres.
En este diciembre de 2025, la artista admite con voz temblorosa que “nunca tuvo una juventud normal”.
Mientras sus amigas soñaban con bailes y modas, ella se enfrentaba a agendas agotadoras de grabaciones y giras nacionales, una rutina que le arrebató los primeros enamoramientos y la libertad de la adolescencia.
Uno de los puntos más críticos de su confesión aborda su vida matrimonial.
En 1989, buscando un refugio de estabilidad, se unió a un guitarrista de orquesta con quien compartió escenario durante años.
Aunque el matrimonio dio como fruto dos hijos, la convivencia se convirtió en una “gira sin retorno”.
Paulina revela que los celos profesionales y la visión tradicionalista de su pareja, quien prefería que ella bajara el ritmo de su carrera, abrieron fisuras que ni el amor por la música pudo cerrar.
El año 1994 marcó el quiebre emocional irreversible de la artista.
La muerte inesperada de su madre, doña Mariana, tras una operación fallida, sumió a Paulina en una depresión severa que la llevó a desaparecer de la escena pública.
“Con la muerte de mi madre, sentí que también moría mi voz”, confiesa hoy con la perspectiva de los años.
Fue en ese periodo de sombras donde Paulina comenzó a escribir en su “cuaderno rojo”, un diario de tapas duras donde guardaba todo lo que el rigor del escenario no le permitía cantar.

Sin embargo, lo que realmente ha dejado en silencio al continente es su admisión sobre lo que muchos sospechaban pero nadie se atrevía a decir en una sociedad conservadora.
Tras su doloroso y mediático divorcio, Paulina encontró consuelo en una figura inesperada: Sandra Gutiérrez, su entonces corista.
La prensa de la época alimentó rumores con morbo brutal, pero Paulina, fiel a su elegancia, guardó silencio hasta que la presión fue insoportable.
En un acto de valentía sin precedentes para un icono del folklore andino, Paulina ha reconocido que amó profundamente a personas que le salvaron la vida, independientemente de los moldes sociales.
“Me cansé de fingir que no dolía”, sentenció, admitiendo que el juicio público por su orientación afectiva y sus decisiones personales fue una de las cruces más pesadas que tuvo que cargar durante décadas.
Hoy, a sus 60 años, la “Reina del Pasillo” se muestra renovada y auténtica.
Ya no corre tras el aplauso desesperado ni acepta invitaciones por compromiso; ha aprendido a priorizar su paz interior en su casa de las afueras de Quito.
Se sabe que se casó en secreto en Mallorca, España, en una ceremonia íntima que describió como el momento en que finalmente se sintió “en paz”.
Su legado profesional continúa vigente, pero con un matiz educativo y social.
Se ha convertido en una activista contra la violencia doméstica y en una defensora del rescate cultural, bromeando incluso con que desearía que los niños cantaran pasillos con la misma pasión que el reggaetón.
Paulina Tamayo ha dejado de ser solo una voz prodigiosa para convertirse en un símbolo de resiliencia humana.
La historia de Paulina nos recuerda que el éxito no borra las heridas, pero la honestidad sí tiene el poder de sanarlas.
Al abrir su “caja de secretos” guardada por más de 30 años, Paulina no solo ha liberado su propia alma, sino que ha dado permiso a toda una generación para aceptar sus propias grietas.
Este reporte concluye que la grandeza de Paulina Tamayo hoy no reside en la potencia de su voz, sino en la valentía de sus confesiones.
Al admitir finalmente lo que todos sospechábamos, ha encontrado la libertad absoluta, demostrando que nunca es tarde para dejar de fingir y empezar a vivir en voz alta.