💣😳 A los 67 años, Raulin Rosendo destapa el misterio que tenía a todos en suspenso

A los ojos del mundo, Raulín Rosendo fue durante décadas el rey no coronado de la salsa dominicana.

Una voz rasposa, llena de dolor, de calle, de verdad.

En los años 90, cada discoteca en el Caribe y en Nueva York vibraba al ritmo de sus himnos.

“Uno se cura”, “Amor en secreto”, “La cama vacía”, canciones que hablaban de traición, abandono y redención, como si él mismo las hubiera vivido todas.

Pero un día, sin previo aviso, Raulín desapareció del mapa musical, canceló giras, se alejó de los estudios, no atendía entrevistas y los rumores comenzaron.

Enfermedad, drogas, traición, religión.

Nadie sabía con certeza qué había pasado con el hombre que hacía llorar a multitudes con solo un verso.

Años después, un locutor revelaría en directo: “Raulín me llamó desde un hospital y me dijo, ‘No sigas mi camino, muchacho.

Terminé en una tumba sin nombre.

‘ La llamada duró apenas dos minutos.

Fue la última vez que alguien lo escuchó hablar con tanta claridad.”

¿Por qué se retiró justo cuando alcanzaba la cima? ¿Qué cicatriz cargaba desde la infancia que lo perseguía en cada escenario? ¿Y por qué después de décadas de silencio finalmente decidió confesarlo todo? Esta noche abriremos la caja que Raulín mantuvo cerrada durante 30 años y, al hacerlo, puede que nuestra visión de la fama, del éxito y de la salsa misma nunca vuelva a ser la misma.

Raulín Rosendo nació el 30 de agosto de 1957 en Villa Duarte, un sector popular de Santo Domingo, República Dominicana.

Su infancia fue marcada por la precariedad, pero también por una energía desbordante que pronto encontró refugio en la música.

Su madre, ferviente religiosa, soñaba con verlo convertido en pastor.

Su padre, ausente la mayor parte del tiempo, dejaba huecos emocionales que la música intentó llenar desde temprano.

Desde niño, Raulín cantaba en las calles, no por fama, sino por necesidad.

A los 10 años ya frecuentaba los ensayos de grupos locales, cargando cables, limpiando instrumentos, solo para tener un minuto frente al micrófono.

Fue en esos ambientes humildes donde desarrolló su estilo crudo, visceral, sin adornos.

No cantaba para agradar, sino para sobrevivir.

Su primer gran paso llegó cuando, con apenas 12 años, fue aceptado como corista en el grupo “El Chivo y su Banda”, pero fue su paso por “Los Hijos del Rey” lo que marcó su entrada real al mundo del espectáculo.

A un adolescente, su presencia escénica era eléctrica.

No necesitaba más que un timbal y un micrófono para encender un salón.

Durante su juventud, Raulín no solo enfrentó la pobreza, sino también la discriminación dentro del mismo mundo musical.

Su estilo era considerado demasiado callejero, poco comercial.

Muchos productores lo descartaban por no tener la imagen que vendía, pero él persistía.

Cada rechazo era un golpe más que lo forjaba.

A los 18 años conoció a Carmen, su primer amor real.

Ella era bailarina en un club de la capital.

Su relación, intensa y tormentosa, inspiró algunas de sus primeras composiciones más crudas.

Sin embargo, el romance no sobrevivió al peso de las giras, la fama incipiente y los celos.

Carmen lo dejó con una nota breve: “Tú amas más a tu música que a mí.”

A finales de los años 70 ya había pasado por varias orquestas, pero aún no conseguía consolidarse como solista.

Muchos en la industria lo consideraban un talento desperdiciado, un hombre sin disciplina.

Lo que pocos sabían era que tras cada concierto, Raulín dormía en sillones prestados, comía de los restos del catering y enfrentaba una lucha interna con la depresión que nadie imaginaba.

En esa época tuvo un breve paso por Nueva York trabajando en pequeños locales latinos.

Allí vivió su primer contacto real con la vida de los inmigrantes dominicanos.

Fue testigo del dolor, la nostalgia y la esperanza que habitaban en la diáspora.

Esa experiencia marcó para siempre su visión musical.

“Mi salsa tiene que doler.

Si no duele, no sirve”, declararía años después.

La década de los 90 fue, sin lugar a dudas, el gran punto de inflexión en la carrera de Raulín Rosendo.

Después de años de silencios, humillaciones y puertas cerradas, finalmente logró canalizar todo su sufrimiento en un sonido propio.

Una salsa desgarradora, auténtica, sin maquillaje.

Su voz áspera y profunda no intentaba competir con la perfección técnica de los grandes baladistas del momento; al contrario, su fuerza residía en la imperfección emocional.

El verdadero cambio llegó en 1993 cuando firmó contrato con el sello Sony Discos.

Una jugada inesperada para un artista que hasta entonces había sido considerado marginal.

Con el respaldo de una disquera internacional, Raulín lanzó el álbum “Ahora”, que incluía la canción que cambiaría su destino para siempre: “Uno se cura”.

La melodía, una oda al sufrimiento emocional y al proceso lento de sanar un corazón roto, tocó fibras profundas en millones de oyentes.

“Uno se cura” no era solo un éxito radial, era un grito de guerra emocional.

Se convirtió en himno de divorciados, traicionados, abandonados.

En Nueva York la canción sonaba en cada esquina del Bronx latino.

En Caracas, en Bogotá, en Lima, los fans comenzaban a llamar a Raulín “el trovador del dolor urbano”.

El éxito lo llevó de gira por toda América Latina.

Tocó en el Luna Park de Buenos Aires, el Madison Square Garden en Nueva York, el Coliseo de Puerto Rico.

En cada escenario, Raulín cantaba como si estuviera llorando desde el alma.

No hablaba mucho con el público, cantaba, cerraba los ojos, se tomaba el pecho y la gente lo entendía sin palabras.

Pero el éxito no llegó sin costo.

La fama trajo consigo la presión de la industria.

Su disquera exigía más discos, más presentaciones, más colaboraciones.

El ritmo era inhumano.

En menos de dos años grabó tres álbumes, realizó más de 120 conciertos y apenas veía a su familia.

Su salud comenzó a resentirse.

Perdía peso, sufría insomnio y tenía episodios de ansiedad antes de salir al escenario.

En una entrevista de 1996 confesó: “A veces siento que me estoy muriendo por dentro, pero la gente me aplaude igual.

” Pese a todo, siguió entregándose.

En 1997, durante una gira en Puerto Rico, ocurrió un episodio que cambiaría todo.

Después de un concierto agotador, Raulín colapsó en su camerino.

Fue llevado de urgencia a un hospital por una combinación de agotamiento extremo y deshidratación.

Permaneció internado durante varios días en silencio total.

No quiso recibir visitas, no permitió cámaras, solo pidió papel y lápiz.

Ahí, según contó un enfermero años después, escribió más de 20 canciones que nunca salieron a la luz.

Tras aquel colapso, Raulín canceló el resto de su gira y desapareció del mapa.

Su disquera lo reemplazó en varios festivales.

Los medios especularon sobre su estado: drogas, depresión, una enfermedad terminal.

Durante casi un año no se supo nada de él.

Las únicas señales eran esporádicas apariciones en pequeñas iglesias evangélicas en barrios de Santo Domingo, donde se decía que a veces se le veía llorando en silencio, sentado en la última fila.

Hoy, a sus 67 años, Raulín Rosendo vive una existencia mucho más tranquila y alejada del bullicio que una vez definió su carrera.

Ya no recorre estadios ni lanza discos con millones de reproducciones, pero eso no significa que haya desaparecido del todo.

Su presencia, aunque discreta, sigue latente en cada barrio donde la salsa vive, en cada generación que descubre su música como si fuera un secreto heredado.

Su trayectoria nos recuerda que la fama tiene un precio que no siempre se paga con dinero.

Raulín pagó ese precio con creces, pero también tuvo el coraje de detenerse, de no seguir el camino impuesto y de reconstruirse lejos del ruido.

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