Satisfacción o ruina: la confesión que desnuda a los Rolling Stones y el precio impagable de ser Mick

🖤🔥 Satisfacción o ruina: la confesión que desnuda a los Rolling Stones y el precio impagable de ser Mick 💊

Últimas noticias de Mick Jagger hoy viernes 10 de octubre del 2025 | La  República

Mick Jagger no nació en un escenario, nació en Dartford, Kent, con un padre rígido y una madre de carácter que le enseñaron dos lecciones que jamás olvidaría: resistir y desafiar.

El niño que cantaba en coro para escuchar su voz rebotar entre paredes inglesas terminó seducido por un sonido que no era británico: el blues que le llegaba a destiempo y con electricidad desde Radio

Luxemburgo.

Aquello era otra galaxia y, sin saberlo, ya le marcaba el pulso.

Lo demás fue destino disfrazado de casualidad: un andén frío, unos vinilos de Muddy Waters y Chuck Berry bajo el brazo, y el reencuentro con su antiguo amigo de la primaria, Keith Richards.

No hicieron falta discursos; los discos hablaron por ellos.

En ese cruce se encendió una bomba.

De los ensayos famélicos en cuartos alquilados a la noche torpe y fundacional del 12 de julio de 1962 en el Marquee Club de Oxford Street, la leyenda se escribe con hambre y humo.

El equipo era prestado, las guitarras tozudas y el público olía a cerveza barata, pero había una certeza: no querían ser los Beatles.

Los Stones eligieron el barro, el riff como navaja y la sensualidad como provocación pública.

Cuando Andrew Loog Oldham les ordenó dejar de versionar y empezar a escribir, Jagger y Richards encontraron el pacto que los haría eternos y peligrosos a la vez.

De esa tensión nació un catálogo que parecía gasolina rociada sobre un mundo en plena combustión: “The Last Time”, “(I Can’t Get No) Satisfaction”, “Paint It Black”, “Let’s Spend the Night Together”.

Cada sencillo era un golpe a la mandíbula del orden establecido, pero cada logro añadía un ladrillo al muro interno que los separaba.

Porque por dentro no había postal de hermandad, había una guerra silenciosa.

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Jagger admite que el magnetismo con Keith en el estudio se invertía fuera de foco: dinamita creativa, dinamita personal.

El que pensaba el negocio contra el que se abandonaba al caos.

El líder que calculaba la próxima conquista contra el guitarrista que solo quería encender el ahora.

Bastaba una mueca para que la habitación se helara.

Hubo giras con camerinos divididos por el ego, sesiones en las que una frase al borde del micrófono valía más que cualquier contrato, y cartas no escritas donde la palabra “traición” flotaba como una nota

sostenida.

Cuando Keith lo llamó “Brenda”, un chiste interno que sonaba a puñalada elegante, no era solo humor: era un diagnóstico delator del divorcio emocional que los sostenía y los hería al mismo tiempo.

Antes de que la policía y los tabloides los coronaran “enemigo público”, la banda ya lidiaba con otra sombra: Brian Jones, el fundador brillante que se fue deshaciendo bajo el peso de sus demonios.

Verlo llegar al estudio y no poder tocar fue una herida que nadie supo curar.

En ese ecosistema, la lealtad era un hilo fino y la fama una lupa que deforma.

Si el público veía a cinco tipos incendiando estadios, detrás había un laboratorio emocional explotando a diario.

La adicción era un animal al que alimentaban sin saber que un día mordería hasta el hueso.

Aun así, Jagger lo confiesa sin romantizar: ese caos fue combustible.

Sin fricción no hay chispas, y sin chispas no hay himnos.

La vida sentimental del frontman no fue un refugio, fue otra trinchera.

Ocho hijos, cinco mujeres, y romances que fueron inspiración y naufragio.

Marianne Faithfull, etérea y peligrosa, fue espejo y abismo; de ella nacieron letras afiladas y cicatrices que no cierran.

Bianca Jagger llegó como huracán: glamour, política, furia y cuentas pendientes.

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“Me quitó paz”, reconoce Mick entre dientes, “y me enseñó que hasta el más templado se rinde ante un terremoto con tacones.

” Los tribunales y los titulares hicieron su parte: los divorcios no se redactan en verso, pero dejan rimas de resentimiento que suenan durante años.

No faltaron los romances secretísimos que nunca fueron canción y los asuntos legales enterrados bajo capas de confidencialidad que hoy solo pesan en la memoria.

El rock n’ roll vendió libertad, pero adentro se pagaba con encierro.

Mientras los Stones convertían cada gira en un ritual pagano con multitudes en trance, Jagger lidiaba con el vacío que llega cuando se apagan los monitores y queda la respiración propia.

La coronación en 2003 como Sir dividió el campo: Keith lo trató de rendido ante el establishment, Jagger respondió con una sonrisa de acero.

La pelea era filosófica y práctica: ¿se puede ser peligroso con una medalla en el pecho? La respuesta quedó flotando entre dos gargantas que inventaron la banda sonora de varias generaciones.

Se amaban y se detestaban; la música necesitaba ambas temperaturas.

No todo fue látigo.

Jagger, el gerente implacable del mito, también fue el artesano que supo cuándo apretar el gatillo de un riff, cuándo convertir un estribillo en consigna y cuándo proteger a la banda del colapso.

The Rolling Stones sobrevivieron a cárceles, juicios, funerales, sobredosis, modas y cataclismos internos.

Siguieron porque alguien —muchas veces él— se encargó de convertir el desastre en espectáculo y el espectáculo en negocio sin perder del todo la chispa del pecado original.

Pero sobrevivir tiene factura: amistades erosionadas, silencios de años, y esa sensación de que la gloria es una casa con ventanas que no se cierran.

En su confesión tardía, el cantante no pide absolución ni ofrece lágrimas fáciles.

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Se sienta sobre los escombros nobles de una vida en superlativo y admite que la inmortalidad artística se cocina con ingredientes que nadie recomienda: orgullo, lujuria, rabia, ambición, celos, y una vocación casi

religiosa por el escenario.

Si hubo odio dentro de los Stones, también hubo una devoción tan feroz que convirtió esos odios en arte.

No eran santos ni querían serlo; eran, y siguen siendo, una contradicción que late al ritmo de una batería que ya no suena pero que, en el recuerdo, nunca pierde el tiempo.

A esta altura, lo único indecente sería fingir que no hubo sangre bajo la brillantina.

Jagger lo sabe y, quizá por eso, habla.

Hace balance: los hijos, las amantes, los discos que cambiaron idiomas, los contratos que cambiaron fortunas, los funerales que cambiaron miradas.

Y la pregunta que queda zumbando no es si los Stones se odiaban, sino si ese odio fue la forja que los hizo invencibles.

Tal vez la gran herejía no fue pelearse; fue convertir la pelea en himnos que millones cantan con una sonrisa que no conoce el origen del dolor.

Cuando el mito termina de hablar, queda un silencio espeso… y un riff que vuelve a empezar como si el tiempo, caprichoso, decidiera que esta guerra santa merece otra vuelta.

Porque hay bandas que viven del amor, y hay bandas que hacen historia con la fricción.

The Rolling Stones, según Jagger, fueron ambas cosas, y ese es su pecado y su milagro.

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