Susan Hayward fue una de las actrices más admiradas y talentosas del Hollywood clásico, símbolo de determinación, belleza y fuerza interpretativa.
Nacida el 30 de junio de 1917 en Brooklyn, Nueva York, su nombre verdadero era Edythe Marrenner.
Proveniente de una familia humilde, Susan creció en el barrio de Flatbush junto a su hermano y hermana mayores.

Su padre trabajaba en el transporte y su madre luchaba por sacar adelante a la familia durante los difíciles años de la Gran Depresión.
Desde pequeña, Susan mostró un espíritu indomable que la acompañaría toda su vida, incluso cuando el destino le puso a prueba una y otra vez.
A los siete años, sufrió un grave accidente automovilístico que le fracturó la cadera y la obligó a pasar meses inmovilizada en un yeso corporal.
Aunque logró recuperarse, una de sus piernas quedó una pulgada y media más corta que la otra, lo que le provocó una leve cojera que mantuvo durante toda su vida.
Aquella experiencia marcó su infancia, pero también forjó su carácter.
A pesar de las burlas de sus compañeros, la pequeña Susan se refugió en la actuación y el arte, encontrando allí una vía para expresar su resiliencia.
A los doce años protagonizó la obra escolar Cinderella in Flowerland, recibiendo el título de “la más dramática” por parte de sus compañeros.
Ese reconocimiento fue el primer paso hacia una carrera cinematográfica que la convertiría en una estrella.
Fascinada por el cine, idolatraba a actrices como Barbara Stanwyck, también originaria de Brooklyn, quien se transformó en su referente e inspiración.
Tras graduarse en 1935, Susan decidió probar suerte en el mundo del modelaje, firmando con la agencia Thornton.
Su cabello rojizo y su expresión intensa la hicieron destacar rápidamente en las fotografías a color, lo que llamó la atención de importantes productores de Hollywood.
En 1937, el productor David O.
Selznick estaba en la búsqueda de una actriz pelirroja para interpretar a Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó.

Susan viajó a California para hacer una audición, aunque su marcado acento de Brooklyn y su falta de experiencia cinematográfica jugaron en su contra.
No obtuvo el papel, pero decidió quedarse en Hollywood junto a su hermana Florence, decidida a no rendirse.
Allí adoptó el nombre artístico de Susan Hayward y firmó su primer contrato con Warner Brothers, comenzando con papeles pequeños y no acreditados.
A diferencia de muchas aspirantes a estrellas, Susan se negó a participar en el llamado “casting couch” y prefirió concentrarse en su formación profesional.
Apareció junto a Ronald Reagan en Girls on Probation (1938), y aunque sus primeros trabajos fueron modestos, su talento no pasó desapercibido.
Su carrera dio un salto cuando firmó un contrato de siete años con Paramount Pictures.
En 1939 debutó en Beau Geste, protagonizada por Gary Cooper y William Holden.
Aunque no fue un gran éxito comercial, su interpretación fue muy bien recibida.
Durante la década de 1940, Susan se consolidó como una actriz versátil.
Participó en filmes como Adam Had Four Sons (1941) junto a Ingrid Bergman, y en Among the Living, donde demostró su habilidad dramática.
En 1942 brilló bajo la dirección de Cecil B.
DeMille en Reap the Wild Wind, compartiendo créditos con John Wayne, Paulette Goddard y William Holden.

Ese mismo año sorprendió en la comedia fantástica I Married a Witch, y más tarde en cintas como Young and Willing, Jack London y The Hairy Ape.
El verdadero reconocimiento llegó entre 1947 y 1958, cuando fue nominada cinco veces al Óscar a Mejor Actriz.
Su primera nominación fue por Smash-Up, The Story of a Woman (1947), seguida por My Foolish Heart (1949), With a Song in My Heart (1952) y I’ll Cry Tomorrow (1955).
Finalmente, en 1958 ganó el premio por su estremecedora interpretación de la asesina Barbara Graham en I Want to Live!.
Con ese papel, Susan alcanzó el punto más alto de su carrera, siendo admirada por su intensidad emocional y su entrega total a cada personaje.
A pesar de su éxito profesional, su vida personal estuvo marcada por el sufrimiento.
En 1944 se casó con el actor Jess Barker, con quien tuvo gemelos, Gregory y Timothy.
Sin embargo, la relación fue tormentosa, llena de conflictos y rumores de infidelidades.
En 1955, tras su divorcio, Susan intentó quitarse la vida con una sobredosis de pastillas para dormir, aunque logró recuperarse.
Dos años más tarde, encontró estabilidad al casarse con el ranchero Floyd Eaton Chalkley.
Juntos se mudaron a una granja en Carrollton, Georgia, donde llevaron una vida tranquila y feliz.
La tragedia volvió a golpearla en 1966, cuando Chalkley murió repentinamente.
Devastada, Susan se retiró temporalmente del cine y pasó tres años de luto.

Aunque regresó para algunos papeles menores, su salud comenzó a deteriorarse.
En 1972 fue diagnosticada con cáncer cerebral y los médicos le dieron solo tres meses de vida.
Pero fiel a su espíritu combativo, Susan desafió los pronósticos y luchó durante casi tres años más.
Su última aparición pública ocurrió en 1974, cuando presentó el Óscar a la Mejor Actriz.
Su amigo Charlton Heston tuvo que sostenerla para que pudiera mantenerse en pie, un momento que conmovió profundamente al público.
El 14 de marzo de 1975, Susan Hayward falleció en Hollywood a los 57 años, dejando un legado imborrable.
Más allá de sus cinco nominaciones al Óscar y una estatuilla ganada, lo que distinguió a Susan fue su autenticidad y su coraje.
No permitió que las adversidades —ni su cojera, ni el machismo de la industria, ni las tragedias personales— la definieran.
Fue una mujer que se reinventó constantemente, demostrando que el talento y la determinación pueden vencer cualquier obstáculo.
Hoy, décadas después de su partida, Susan Hayward sigue siendo recordada como una de las grandes damas del cine clásico, una actriz que iluminó la pantalla con su fuerza interior y su magnetismo.
En cada película, dejó parte de su alma, y en cada mirada, un eco de la intensidad que la convirtió en leyenda.
Su historia es la de una luchadora incansable que conquistó Hollywood, pero sobre todo, la de una mujer que vivió y murió con pasión, elegancia y una inmensa fe en sí misma.