En los años dorados del pop español, un grupo surgió desde las playas de Ibiza para desafiar la lógica, el arte y las normas sociales.
Con abanicos, hombreras y una estética andrógina que mezclaba teatro, moda y provocación, Locomía se convirtió en un fenómeno sin precedentes.
Sin embargo, detrás de su brillo, glamour y fama internacional se escondía una historia turbulenta, marcada por traiciones, excesos, muertes y secretos inconfesables que, con el tiempo, transformaron a la banda en una de las leyendas más enigmáticas y oscuras del espectáculo hispano.
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La historia comenzó en 1984, cuando Xavier Font, un joven creativo y apasionado por la moda, fundó en Ibiza un grupo de baile experimental.
Locomía no nació como banda musical, sino como un colectivo artístico que combinaba desfiles, danza y performance.
En sus inicios, no cantaban ni tocaban instrumentos; su espectáculo era visual: túnicas, abanicos gigantes y una actitud entre el glam y la rebeldía.
Su originalidad llamó la atención de los turistas y de los medios locales, y pronto se transformaron en una sensación de las noches ibicencas.
El nombre “Locomía” surgió por accidente.
Durante una presentación, un turista holandés que observaba su extravagante desfile intentó decir en su idioma “qué locura mía”, pero su acento lo traicionó, y de su boca salió “esto es lo comía”.
A Font le fascinó el sonido y decidió adoptarlo como nombre.
Así nació el término que, años más tarde, se volvería sinónimo de exceso, moda y tragedia.
En 1988, su destino cambió cuando el productor José Luis Gil los descubrió y decidió transformarlos en un producto musical.
De bailarines pasaron a ser ídolos del pop, aunque ninguno sabía cantar.

Su primer disco, Taiyo, mezcló sonidos electrónicos con ritmos latinos y una imagen teatral que deslumbró a la audiencia.
Los abanicos y las hombreras se convirtieron en su sello distintivo.
Sin embargo, con el éxito también llegó el control: la disquera impuso reglas estrictas, y el grupo comenzó a vivir bajo una presión constante.
Uno de los secretos más oscuros de Locomía fue la represión de su identidad.
Todos los miembros eran homosexuales, pero en una época de fuerte prejuicio, la disquera les prohibió hablar de su orientación.
Se les exigía mantener una imagen heterosexual y seductora hacia las mujeres, ocultando sus verdaderos sentimientos.
Vivían una doble vida: ídolos para las fans, prisioneros de su propia mentira.
Algunos no soportaron la carga y decidieron abandonar el grupo, mientras otros continuaron fingiendo ante las cámaras.
El éxito internacional los llevó a recorrer América Latina, especialmente México, Argentina y Chile, donde se convirtieron en íconos.
Su presentación en el Festival de Viña del Mar en 1992 marcó el punto más alto de su carrera.
Sin embargo, el brillo comenzó a desvanecerse cuando las tensiones internas y los egos explotaron.
Xavier Font, que había dejado de actuar para dirigir al grupo desde las sombras, empezó a tener conflictos con el manager Gil.
Ambos querían el control total de la marca, y esa disputa terminó por fracturar al grupo.
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Pronto aparecieron dos versiones de Locomía: una dirigida por Font y otra por Gil.
El público, confundido, no sabía cuál era la auténtica.
La guerra legal por los derechos del nombre fue devastadora: los integrantes originales perdieron la posibilidad de presentarse con la marca que ellos mismos habían creado.
A partir de entonces, el sueño se convirtió en pesadilla.
La fama dio paso a las demandas, los resentimientos y el olvido.
Las tragedias personales no tardaron en llegar. Tres de los miembros más queridos del grupo murieron de forma inesperada.
Santos Blanco falleció en 2018 a los 46 años mientras dormía.
Poco después, murió Fran Romero, presuntamente por una infección, aunque la prensa especuló sobre enfermedades más graves.
En 2023, la muerte de Francesc Picas, uno de los rostros más icónicos, reavivó la idea de una “maldición Locomía”.
Tres muertes prematuras, tres destinos truncados y una leyenda cada vez más envuelta en sombras.
Las declaraciones posteriores de los exintegrantes revelaron una verdad dolorosa.
Javier Font fue acusado de ser un líder autoritario, obsesionado con el control y con mantener su poder sobre los demás.

Varios miembros afirmaron haber tenido relaciones sentimentales con él, lo que generó favoritismos, celos y conflictos internos.
El grupo se convirtió en una telaraña emocional, donde el amor y la ambición se mezclaban con manipulación y resentimiento.
A medida que la popularidad del grupo caía, también lo hacía la vida de algunos de sus miembros.
Luis Font, hermano del fundador, terminó viviendo en la indigencia, cantando en el metro para sobrevivir.
Su historia simbolizó el lado más cruel del espectáculo: el que usa, consume y luego olvida.
En una entrevista, Luis confesó que no recibió regalías y que su propio hermano lo había abandonado.
La imagen de los ídolos de los 90 se derrumbaba ante los ojos del público.
Pese a los intentos por revivir el nombre Locomía, ninguno tuvo éxito.
Nuevas generaciones de artistas intentaron recrear su estética, pero sin el magnetismo del grupo original.
Cada regreso terminaba en disputas, problemas legales o fracasos comerciales.
Era como si una energía oscura impidiera que el nombre renaciera.

El mito de Locomía también está marcado por momentos únicos.
En 1987, antes de alcanzar la fama, fueron invitados a la legendaria fiesta de cumpleaños de Freddie Mercury en Ibiza.
Su presentación improvisada impresionó tanto al vocalista de Queen que este les pidió los zapatos de punta como recuerdo.
También compartieron escenario con David Bowie durante su Glass Spider Tour, consolidando su estatus de íconos de una era en la que la moda y la música se fusionaban como nunca antes.
Hoy, décadas después, Locomía sigue despertando fascinación y escalofrío.
Su historia combina lo mejor y lo peor del espectáculo: la creatividad sin límites y la ambición sin freno, la belleza del arte y la oscuridad de los excesos.
Fueron pioneros de un estilo que rompió fronteras, pero también víctimas de un sistema que no perdona la diferencia.
Brillaron con fuerza desmedida y se extinguieron con la misma intensidad.
Locomía no fue solo un grupo musical: fue un fenómeno cultural que desafió géneros, estéticas y convenciones.
Pero también fue una advertencia sobre el precio de la fama, el poder del ego y los peligros de ocultar la verdad.
Detrás de los abanicos dorados, los maquillajes brillantes y las coreografías imposibles, quedó una lección imborrable: la gloria y la tragedia pueden bailar al mismo ritmo.