🧠 60 años mirando al otro lado: por qué el dólar humilló al sistema cubano una y otra vez 🤯

🎭 El enemigo que terminó mandando: cómo el dólar se convirtió en el verdadero poder en Cuba 🗝️

 

El enfrentamiento entre Cuba y el dólar comenzó como una batalla ideológica.

Tras la Revolución, eliminar la influencia de la moneda estadounidense era una prioridad simbólica y práctica.

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Prohibiciones, campañas morales y controles estrictos intentaron erradicarlo de la vida cotidiana.

El mensaje era claro: usar dólares era casi un acto de traición.

Pero la economía, a diferencia de la retórica, no responde a consignas.

Desde los primeros años, el dólar empezó a reaparecer como una solución informal, una válvula de escape para un sistema que no lograba satisfacer necesidades básicas.

Ahí nació el primer engaño: fingir que el dólar estaba derrotado cuando, en realidad, solo se había vuelto clandestino.

Con el paso del tiempo, cada crisis reforzó esa dependencia oculta.

Cuando la producción interna fallaba, cuando el comercio exterior se complicaba o cuando los subsidios externos se reducían, el dólar volvía a escena.

Remesas, mercado negro, favores, trueques encubiertos: todo giraba alrededor de una moneda que oficialmente no debía existir.

El Estado combatía al dólar en público mientras lo toleraba en privado.

Esa doble moral se convirtió en norma.

El ciudadano aprendió rápido la lección: no creer del todo en el discurso y confiar en el billete verde como salvavidas.

El colapso del bloque socialista marcó un punto de inflexión brutal.

Sin apoyo externo, la economía cubana se hundió y el dólar dejó de ser un tabú para convertirse en una necesidad reconocida.

Legalizarlo fue una admisión silenciosa de derrota.

El enemigo ideológico pasó a ser un aliado incómodo.

Se crearon tiendas, se rediseñó el consumo y se aceptó, sin decirlo abiertamente, que sin dólares el sistema no respiraba.

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El engaño cambió de forma: ya no se negaba su existencia, pero se prometía que era algo temporal, controlado, reversible.

Ese “control” nunca llegó del todo.

Cada intento de reemplazar o domesticar al dólar terminó reforzándolo.

Nuevas monedas, nuevos esquemas, nuevas reglas… todas fallaron en el mismo punto: la confianza.

El dólar no ganaba por imposición externa, sino porque la gente creía en él.

Creía que mañana valdría más o, al menos, no menos.

Creía que podía guardarse, intercambiarse y proteger el esfuerzo personal.

Esa confianza, ausente en la moneda nacional, fue el verdadero triunfo del billete verde.

Psicológicamente, el impacto fue devastador.

El dólar dejó de ser solo una moneda y se convirtió en un símbolo de seguridad, de estatus y de posibilidad.

Tener dólares significaba acceso, opciones, escape.

No tenerlos significaba espera, carencia y dependencia.

El discurso oficial intentó culpar a factores externos, al bloqueo, a conspiraciones, pero evitó mirar hacia dentro.

La gente no elegía el dólar por ideología, sino por supervivencia.

Y esa elección cotidiana, repetida millones de veces, erosionó cualquier intento de control narrativo.

Durante décadas, el sistema prometió soberanía monetaria mientras construía una economía que la hacía imposible.

Importaciones constantes, baja productividad y una estructura centralizada empujaban inevitablemente hacia una moneda fuerte y externa.

El dólar llenó ese vacío con una eficacia implacable.

Cada vez que se anunciaba una reforma, la expectativa popular no era la mejora estructural, sino el impacto en el dólar.

Subía, bajaba, se escondía, regresaba.

Siempre estaba ahí, marcando el pulso real del país.

El mayor engaño fue hacer creer que el problema era el dólar y no la fragilidad del sistema que lo necesitaba.

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Se castigó al mensajero mientras se ignoraba el mensaje.

Se persiguió al que lo usaba, luego se le toleró, después se le incentivó indirectamente.

Esa incoherencia generó cinismo.

El ciudadano dejó de esperar coherencia y aprendió a leer entre líneas.

Cuando el Estado hablaba de sacrificio, la gente pensaba en dólares.

Cuando hablaba de ordenamiento, la gente calculaba el tipo de cambio.

Con el tiempo, el dólar se convirtió en el verdadero termómetro del poder adquisitivo, del éxito y hasta de la esperanza.

No importaba cuántas veces se anunciara su fin; siempre volvía más fuerte.

Porque no competía solo contra una moneda, sino contra un sistema entero que no lograba generar confianza sostenida.

En esa batalla desigual, el dólar no necesitó propaganda.

Le bastó con cumplir lo que prometía: conservar valor.

Hoy, tras 60 años de intentos fallidos, la conclusión es incómoda pero clara.

El dólar no ganó por conspiración, sino por coherencia.

Mientras el discurso cambiaba, el billete verde se mantuvo fiel a su función.

Mientras las reglas se ajustaban una y otra vez, el dólar seguía siendo dólar.

Esa estabilidad, en un entorno de incertidumbre permanente, fue irresistible.

La historia del dólar en Cuba no es solo económica; es emocional y psicológica.

Es la historia de una promesa incumplida y de una confianza transferida.

El engaño no fue hacer creer que el dólar era malo, sino hacer creer que podía ser eliminado sin resolver las causas que lo hacían imprescindible.

Y mientras esas causas sigan intactas, la conclusión seguirá siendo la misma, por más incómoda que resulte: en Cuba, pase lo que pase, el dólar siempre gana.

 

 

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