Así Vive Roberto Durán a sus 74 Años de Edad.. | Salud, Hijos, Gloria y Negocios

Cuando pensamos en leyendas del boxeo, nombres como Muhammad Ali, Mike Tyson o Sugar Ray Leonard suelen ser los primeros que vienen a la mente.

Sin embargo, hay un nombre que brilla con luz propia gracias a su carisma, pegada demoledora y un espíritu indomable: Roberto “Manos de Piedra” Durán.

Roberto "Mano de Piedra" Durán — EOPRoberto Durán | Hands of Stone, with Édgar Ramirez and Rober… | Flickr
Hoy, a sus 74 años, este ícono panameño sigue siendo una figura colosal no solo para el mundo del boxeo, sino para todos aquellos que reconocen la pasión y entrega que mostró dentro y fuera del ring.

 

Roberto Durán nació en las barriadas humildes de Panamá y desde muy joven mostró un talento natural para el boxeo.

Debutó como profesional el 23 de febrero de 1968, con apenas 16 años, y desde su primera pelea dejó claro que no era un boxeador común.

En el cuarto asalto noqueó a su oponente y la multitud quedó asombrada por la potencia y ferocidad de aquel adolescente.

Para muchos, era como ver a un joven Tyson, pero nacido en Centroamérica.

A partir de ese momento, Durán encadenó una serie de victorias brutales, no solo ganaba, arrasaba a sus rivales.

 

En 1972 llegó su gran consagración cuando enfrentó a Ken Buchanan por el título mundial de peso ligero.

Fue una batalla feroz, llena de violencia instintiva, donde Durán no solo ganó, sino que dejó claro que había llegado para reinar.

Con solo 21 años se coronó campeón del mundo y comenzó un reinado que marcaría la historia del boxeo.

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Durán no era un boxeador elegante ni ligero de pies como Muhammad Ali, ni tenía la sonrisa magnética de Mike Tyson.

Su estilo era puro salvajismo, sin filtros ni concesiones. Se lanzaba al ataque con la intención clara de destruir a su oponente.

Esta agresividad feroz le permitió ascender desde las calles más humildes hasta el trono del boxeo internacional.

En el ring, se transformaba en una bestia de precisión, sabía exactamente cuándo atacar, cuándo presionar y cómo dejar sin aire a sus rivales con golpes bien colocados.

No era solo fuerza bruta, era un maestro cruel que rompía a sus oponentes en todos los niveles.

 

En 1980, Durán protagonizó uno de los capítulos más memorables de su carrera al enfrentarse a Sugar Ray Leonard, la joya del boxeo estadounidense.

Leonard era rápido, técnico y brillante, y todos apostaban a su favor.

Pero Durán, con su estilo incansable, lo persiguió, lo presionó y lo desgastó hasta vencerlo por decisión unánime, arrebatándole el invicto y haciéndolo parecer vulnerable.

Sin embargo, la revancha fue un giro inesperado y doloroso para Durán.

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En la revancha, en el octavo asalto, Durán bajó las manos, miró al árbitro y pronunció la famosa frase “No más”.

El mundo quedó helado. El hombre que había sembrado miedo en el ring se rendía sin explicación.Fue llamado cobarde, traidor, y su leyenda parecía colapsar.

Durán entró en una espiral negativa, perdió prestigio, fortuna y la credibilidad del público.

 

Pero lo que realmente convirtió a Durán en una figura inmortal fue su capacidad para levantarse.

Retomó los entrenamientos, volvió al ring y recuperó su ferocidad. En 1983 destruyó a David Moore y reconquistó un título mundial.

Más tarde, subió de categoría y enfrentó a Marvin Hagler, uno de los peleadores más temidos de la historia.

Aunque no ganó, resistió los 15 asaltos, algo que muchos consideran una victoria en sí misma dada la calidad del rival.

Su cuerpo ya mostraba el desgaste de tantos combates, pero su espíritu seguía intacto.

 

En 2001, tras más de 100 peleas profesionales, Durán se retiró oficialmente.

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El precio de una carrera tan intensa fue alto. Vivió rodeado de lujos, pero sin control financiero.

Gastó sin medida y, como suele ocurrir en estos casos, el dinero se esfumó. Terminó con deudas y sin poder cubrir sus tratamientos médicos.

La ironía era cruel: un héroe nacional, cuyo rostro aparece en billetes panameños, enfrentaba la ruina.

 

En 2022, la salud de Durán se deterioró gravemente debido a una arritmia cardíaca.

Su corazón, que había soportado tormentas dentro del ring, apenas resistía. Fue hospitalizado y tuvo que someterse a una operación delicada.

Esta vez no peleó con guantes, sino en una sala de operaciones.

Sobrevivió, demostrando que su espíritu de lucha no se rinde ni siquiera ante la adversidad más extrema.

 

Hoy, aunque ya no posee fortunas ni trofeos, sigue caminando con una sonrisa.

Vive en una casa sencilla en Panamá, sin extravagancias, cargando dolores, heridas y recuerdos que pesan más que cualquier cinturón.

Cada paso le cuesta, pero lo da con dignidad. En su país, la gente aún lo llama campeón, lo saluda con lágrimas y orgullo, no con lástima.

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Porque Durán, con todo lo que perdió, sigue siendo el hombre que desafió al mundo sin pedir permiso.

 

Durante sus años de gloria, Durán desaparecía por días, se alejaba del entrenamiento y se entregaba a fiestas y excesos.

Algunos entrenadores lo calificaban de indisciplinado, otros simplemente de indomable.

Pero en el cuadrilátero se transformaba en un guerrero implacable. Sin embargo, no todo fue brillante.

La pelea con Buchanan aún levanta sospechas por un golpe decisivo que pudo haber sido ilegal.

Durán jamás se disculpó porque en su universo ganar era todo.

 

Además, tras colgar los guantes, pensó que viviría como un rey. Tenía millones, prestigio internacional y el cariño de todo un pueblo.

Pero su derrota más amarga no fue en el ring, sino en las oficinas y despachos. Gastaba sin límites, compraba casas y coches de lujo, joyas y cenas fastuosas sin control.

Peor aún, fue traicionado por personas cercanas que lo estafaron, firmaron contratos a sus espaldas y vaciaron sus cuentas. Su generosidad fue su talón de Aquiles.

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Cuando reaccionó, ya era tarde. Lo habían dejado sin nada.

Intentó sobrevivir dando entrevistas, participando en eventos y vendiendo todo lo que podía para pagar tratamientos y deudas.

Pasó de tener millones a no poder costear una operación sin ayuda.

Nunca se quejó ni pidió pena; guardó silencio como los que pelean en la calle. Sufría, pero no lloraba.

 

La pandemia de COVID-19 fue otro golpe duro. Durán fue hospitalizado, necesitó oxígeno y estuvo al borde.

Pero contra todo pronóstico, salió caminando del hospital lento, pero con la mirada encendida de siempre. Esa chispa inquebrantable seguía allí.

Porque Durán jamás aprendió a rendirse, ni cuando todo parecía perdido, ni cuando las cámaras desaparecían ni cuando los aplausos cesaban.

 

Regresó a su hogar, donde ya no quedaban excesos ni lujos, viviendo con lo básico pero con dignidad.

Su verdadero patrimonio no son las cifras ni los trofeos, sino la resistencia, la historia y el legado.

Sin embargo, esa paz fue apenas una tregua antes de otro golpe brutal: una traición desde adentro, de alguien a quien consideraba familia, que lo engañó con documentos, trampas legales y mentiras calculadas.

Esa herida fue más profunda que cualquier golpe en el ring.

Pero Durán no se quebró. Continuó asistiendo a actos públicos, saludando con su sonrisa desafiante y la mirada firme de quien ha sobrevivido a todo.

Comprendió que aunque le quitaran todo, jamás podrían robarle su historia.

Perdió fortunas, salud y aliados, pero nunca perdió el respeto, y para él eso vale más que cualquier pago.

 

Roberto Durán ya no sube al ring ni lanza combinaciones, pero sigue combatiendo contra el olvido, el dolor y los recuerdos que duelen más que cualquier herida abierta.

Camina más lento, la edad pesa y a veces la mente falla, pero en sus ojos todavía arde el fuego del niño descalzo que creció en las calles de Panamá. Ese fuego no se extingue.

 

Aunque muchos jóvenes quizás no lo conozcan, basta ver una de sus peleas para entender que Durán no fue un simple boxeador.

Entraba a la guerra con sus puños y aunque el mundo ya no lo mencione ni vendan camisetas con su rostro, su leyenda permanece intacta.

Fue campeón en cuatro divisiones, ganó más de 100 peleas, noqueó a 70 rivales, enfrentó a gigantes y creó un mito eterno.

 

Cayó, se levantó, volvió a caer y siguió caminando. Nunca se rindió, ni siquiera cuando todo parecía perdido. Eso es lo que lo vuelve eterno.

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