La figura de Jhon Jairo Velásquez Vásquez, mejor conocido como “Popeye”, ha sido una de las más controvertidas dentro de la historia del narcotráfico colombiano.
Su cercanía con Pablo Escobar, líder del temido Cartel de Medellín, y su posterior transformación en una especie de “celebridad criminal”, ha generado una ola de opiniones divididas: algunos lo ven como un testigo clave de una época oscura, otros como un personaje oportunista que buscó fama a costa del dolor ajeno.
La verdad sobre Popeye parece ubicarse entre el mito y la manipulación, entre el sicario implacable y el bufón que buscó redención a través del espectáculo.
Popeye no siempre fue el hombre temido que llegó a asesinar, según sus propias palabras, a más de 250 personas.
Comenzó como un joven que se enlistó en la Armada Nacional, pero abandonó su carrera militar tras problemas de disciplina.
Poco después, ingresó a trabajar como conductor para el Cartel de Medellín.
Aquel papel de chófer, que parecía insignificante, fue solo la antesala a una vida de crimen despiadado.
Con el paso del tiempo, fue ganando la confianza de Escobar hasta convertirse en uno de sus sicarios más cercanos.
Su apodo, “Popeye”, venía de sus rasgos físicos, pero terminó simbolizando la brutalidad y la lealtad ciega al patrón.
Su testimonio posterior revela cómo el Cartel moldeaba a los hombres, convirtiéndolos de empleados en asesinos entrenados.
En su relato, la violencia se normaliza, como si fuera parte de una rutina laboral, algo que deja entrever la deshumanización sistemática dentro de la organización criminal.
Años después, tras pasar más de dos décadas en prisión, Popeye reapareció en el escenario mediático como un “influencer del crimen”, participando en entrevistas, documentales y videos en YouTube donde contaba su versión de los hechos.
Fue invitado a declarar en la Comisión de la Verdad, donde intentó aportar datos sobre la relación entre el narcotráfico y los movimientos guerrilleros, en particular el M19.
En uno de los momentos más polémicos de su testimonio, afirmó que Escobar pagó cinco millones de dólares al M19 como parte de una alianza estratégica.
Según Popeye, ese dinero habría sido utilizado para financiar la toma del Palacio de Justicia en 1985, una de las tragedias más dolorosas en la historia de Colombia.
Sin embargo, estas declaraciones carecen de respaldo documental, y muchos analistas han desmentido esa conexión, calificándola como una invención sin sustento, destinada a generar ruido mediático.
Según la versión de Popeye, el Cartel de Medellín no tuvo una alianza operativa con el M19, sino más bien una especie de “tregua” o pacto tácito: los guerrilleros no secuestraban a los narcos, y a cambio, estos últimos no atentaban contra el grupo insurgente.
Esta afirmación ha sido difícil de comprobar, ya que otros exmiembros del cartel y del M19 han negado cualquier tipo de relación formal entre ambas partes.
Lo cierto es que, en ese periodo, Colombia estaba inmersa en una guerra fragmentada donde los distintos actores –narcotraficantes, guerrillas, paramilitares y el Estado– mantenían dinámicas cambiantes, a veces enfrentados, otras veces tolerándose por intereses comunes.
Popeye, con sus relatos, ha tratado de presentarse como un narrador privilegiado de ese caos, aunque sus versiones suelen variar y a menudo parecen ajustadas al interés del momento.
La tesis de que Escobar financió la toma del Palacio de Justicia ha sido una de las más rechazadas por historiadores y académicos.
Popeye sostiene que el ataque fue ideológico por parte del M19, no motivado por dinero.
No obstante, ha insinuado que hubo una “conexión” indirecta, lo que añade más confusión a un hecho ya de por sí complejo.
Para muchos, estas afirmaciones son una manera de Popeye de mantenerse vigente en la discusión pública, utilizando verdades a medias para generar titulares.
La gravedad de estos eventos exige responsabilidad al momento de narrarlos, y es precisamente ahí donde su credibilidad se ha visto erosionada.
Tras cumplir su condena, Popeye se convirtió en una figura mediática que generaba millones de vistas en YouTube.
Con tono cínico y provocador, narraba sus crímenes, analizaba la vida de otros capos y hasta daba “consejos” sobre seguridad y liderazgo.
Muchos lo vieron como una burla al dolor de las víctimas.
¿Cómo era posible que alguien con semejante historial encontrara espacio en los medios como una figura casi de entretenimiento?
La respuesta, quizá, se encuentra en la fascinación que genera el crimen en el imaginario colectivo.
Popeye se convirtió en una especie de “payaso macabro”, un personaje excéntrico que aprovechó el morbo social y lo tradujo en fama efímera.
Pero esa fama también tenía límites, y con el tiempo, sus contradicciones y falta de pruebas le restaron autoridad ante la opinión pública.
A lo largo de sus entrevistas, Popeye ha oscilado entre la arrogancia y la supuesta búsqueda de redención.
Ha pedido perdón en algunos espacios, aunque nunca mostró verdadero arrepentimiento.
Su actitud desafiante y su constante necesidad de protagonismo lo alejaron de cualquier posibilidad real de redención ante las víctimas.
A pesar de estar en libertad durante algunos años, volvió a ser capturado por apología al delito, hasta su muerte en 2020 a causa de un cáncer de estómago.
Su historia se apagó sin gloria, dejando una estela de confusión, espectáculo y una gran pregunta sin respuesta clara: ¿quién fue realmente Popeye?
La figura de Popeye representa los claroscuros del mundo del narcotráfico: un entorno donde la violencia, la lealtad, el miedo y la fama se entremezclan hasta formar personajes que parecen salidos de una novela de ficción.
Su testimonio ha servido para entender ciertos mecanismos del Cartel de Medellín, pero también ha demostrado lo peligroso que puede ser convertir al crimen en espectáculo.
Entre verdades, medias verdades y exageraciones, la historia de Popeye es un espejo distorsionado de una Colombia que aún lucha por reconstruir su memoria.
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