🌟🎬 De niño prodigio protegido por el indio Fernández a barista anónimo en una esquina de la Ciudad de México: la desgarradora travesía de Poncianito, el ídolo que la industria reclamó y luego dejó en el polvo del olvido, con recuerdos como única corona ☕️🕯️

La cámara lo amó desde la primera vez que apareció: cinco años, saltando del anonimato de una colonia a los reflectores del cine mexicano.
Emilio “el indio” Fernández lo tomó como protegido, le puso nombre en pantalla —Poncianito— y lo lanzó a un desfile de títulos que hoy suenan como un catálogo del cine clásico: Río Escondido, Maclovia, Pueblerina, Víctimas del pecado.
Fue el niño que podía llorar a la orden, que transformaba escenas en pequeños cataclismos emocionales; tres nominaciones al Ariel lo confirmaron como un talento fuera de serie.
Para la industria y para el público, parecía que el futuro estaba escrito en letras doradas.
Pero la historia del niño prodigio rara vez tolera la transición.
Cuando la adolescencia llegó, la máquina que antes lo usó sin medida lo dejó de lado sin advertencia.
Los directores ya no sabían qué hacer con su cara cambiada; el personaje querido se había quedado congelado en la memoria colectiva mientras su cuerpo crecía hacia una fase que el cine no quiso adaptar.
Demasiado grande para lo que pedían los papeles infantiles y demasiado marcado por el pasado para los roles adultos, Ismael se encontró frente a una puerta que se cerraba con un portazo.
La verdad, dura y casi mecánica, es que la industria olvida.
Para Ismael, ese olvido se tradujo en una necesidad inmediata: trabajar.
Proveniente de una familia numerosa y humilde, donde cada peso contaba, no pudo permitirse la espera de una reinvención.
La escuela quedó en tercer grado; las luces del set dejaron de ser refugio y se convirtieron en recuerdo.
Fue entonces cuando buscó otros oficios: ayudante de sastre, mecánico eventual, y finalmente la pluma y la tinta del periodismo.
Armó páginas, escribió resúmenes y reconstruyó una vida con la misma disciplina que lo había hecho actuar, pero sin cámaras que lo aplaudieran.
En ese tránsito forzado se forjó otra dignidad: la de quien crea su destino con trabajo honesto.
Décadas después, el hombre que fue Poncianito regresa a la presencia pública no para recuperar el estrellato, sino para recoger la memoria.
La Asamblea Legislativa del Distrito Federal lo reconoció en 2018; en homenajes a leyendas como Tin Tan apareció para contar anécdotas que son pequeños relámpagos de la historia del cine.
Pero esos reconocimientos fueron pan para el alma, no un regreso a la vida que el niño soñó.
Hoy Ismael atiende una cafetería modesta en la colonia Constitución de 1917.
A primera vista, el local es lo que parece: café, mesas, vecinos que charlan.
Para quien lo mira más de cerca, el dueño es un archivo viviente de la Época de Oro.
Sus manos ahora saben de tazas y escobas, pero también recuerdan los pesados reflectores, el suelo de los camerinos y los gritos amorosos del indio Fernández.
Sus relatos —de María Félix peinándose entre tomas, de Tin Tan improvisando chistes, de Gabriel Figueroa contemplando el encuadre— son lo único que sugiere la gloria detrás de la sencillez.
Hay en su voz una mezcla de orgullo y aceptación.
No hay amargura vehemente, ni rencores ostentosos; hay la calma rasposa de quien aprendió que la fama es polvo que se despeina con los años.
“Yo nunca pretendí ser artista —dice—.
Solo hacía lo que me pedían.
” Esa humildad no borra la injusticia estructural que lo expulsó: un sistema que transforma a los niños en mercancía y luego no provee caminos para su reinserción cuando su cuerpo ya no encaja en la etiqueta que vendió tickets.
Su cafetería es, al mismo tiempo, santuario y museo sin vitrinas.
Fotos amarillentas, recortes de periódicos, una placa de reconocimiento: vestigios de una biografía pública que la modernidad no supo cuidar.
Los clientes habituales lo conocen como don Ismael, alguien que sirve con mesura, que escucha y que de vez en cuando suelta un recuerdo que hace vibrar a algún amante del cine clásico.
Para las nuevas generaciones, su rostro es solo una curiosidad; para quienes vivieron con aquellas películas, es una memoria que late.
La historia de Poncianito plantea preguntas que no envejecen: ¿cómo cuidamos a quienes, siendo niños, sostuvieron el rostro de una industria? ¿Qué deber tienen los estudios, el público y las autoridades culturales hacia esos talentos tempranos? Ismael no exige respuestas teatrales; vive su vida con la sencillez de quien encontró paz en la rutina.
Pero su presencia en una pequeña cafetería es un reclamo silencioso: el costo humano del espectáculo no termina cuando caen los créditos.
Si hay una nota final, es la de la dignidad cotidiana.
Ismael Pérez podría haber sido víctima del olvido total, pero eligió no vivir de nostalgia.
Construyó, a su manera, un refugio con trabajo honesto y memoria.
Nos deja, además, una tarea: recordar no solo la fama, sino también la fragilidad de quienes la sostuvieron.
Porque detrás del ícono hay un hombre que envejece con la dignidad de quien supo, desde niño, cómo transformar el dolor en oficio.