🎬💔 Del brillo al silencio: la diosa del cine que aprendió a amar con culpa
Leticia Perdigón nació en 1956 en Ciudad de México, en un hogar donde la estética y el cine eran parte del día a día.
Su madre, Eva Labrador, era maquillista de renombre en la industria, y aunque eso acercó a Leticia al mundo del espectáculo, no le dio un pase directo a la fama.
Su infancia fue solitaria, entre pasillos de estudios cinematográficos y camerinos donde aprendió a leer gestos, a escuchar diálogos, a absorber la magia y la dureza de la actuación.
No tuvo formación académica en arte dramático: su escuela fue la observación y la repetición incansable frente a un espejo.
A los 17 años debutó en cine con “Eva y Darío” y en televisión con “Mi rival”.
Pronto se notó que su presencia no era casual: había disciplina en su manera de plantarse frente a la cámara, algo que no se aprende de memoria, sino que se forja con paciencia.
En 1974, trabajó en una producción dirigida por Luis Alcoriza y coescrita por Gabriel García Márquez, un hito que validó su talento más allá de la belleza.
Sin embargo, la fama masiva llegó un año después, con “La otra virginidad”.
Una foto promocional de esa película, en la que vestía una camiseta blanca mojada con un eslogan provocador, se volvió un símbolo cultural.
Para ella, la imagen fue una simple estrategia práctica para que se leyera el texto, pero para el público se convirtió en una invitación a la fantasía.
Esa fotografía la perseguiría durante décadas, volviendo cada cierto tiempo a las redes sociales, usada como icono de un México que ya no existe, y como carnada de clics en páginas de nostalgia.
Lo irónico es que, mientras el público la reducía a ese instante, Leticia construía una carrera sólida que abarcó más de 50 películas y 40 telenovelas.
En la era del cine de ficheras, se consolidó como uno de sus rostros más reconocibles.
Películas como “Bellas de noche”, “Las fuerzas vivas” o “Lagunilla, mi barrio” marcaron no solo su filmografía, sino la cultura popular.
La crítica las llamaba vulgares, el público las llenaba de aplausos.
Leticia, consciente del debate, siempre fue clara: solo aceptaba escenas de desnudo si estaban justificadas por el guion.
“No lo hacía por escandalizar, lo hacía por la historia”, decía.
Aun así, el estigma del símbolo sexual pesó más que su técnica, y durante años tuvo que demostrar que detrás del atractivo había una actriz completa.
Su salto a la televisión le dio una segunda vida artística.
Fue parte de éxitos como “Los ricos también lloran”, “Vivir enamorada”, “Rebelde” o “La fuerza del destino”.
Recibió nominaciones al Ariel y a los Premios TVyNovelas, y en 2017 obtuvo el Premio Nacional de la Mujer por su trayectoria.
Sin embargo, su verdadera batalla no estaba en los sets, sino en casa.
A principios de los noventa se convirtió en madre de Valeria.
Nunca se casó, pero dedicó cada peso de su trabajo a garantizarle una educación de excelencia: idiomas, viajes, estudios en el extranjero.
Mientras en pantalla interpretaba madres afectuosas, en la vida real reconocía su dificultad para expresar cariño físico.
En 2019, en el programa “Confesiones”, rompió en llanto al pedirle perdón públicamente a su hija: “He sido una madre presente, pero no afectuosa.
Me cuesta abrazar, me cuesta tocar”.
La distancia emocional se volvió aún más dolorosa cuando, en 2017, Valeria sufrió un trastorno alimenticio severo.
Pesaba apenas 29 kilos, y Leticia, desesperada, buscó médicos y tratamientos.
Lo vivió en silencio, alejada del escándalo mediático, enfrentando no solo la enfermedad, sino la culpa de sentir que había fallado.
“Hubo un tiempo en que sentí que todas las luces se habían apagado”, confesó.
A pesar de esa tormenta, Valeria logró rehacer su vida y se estableció en Europa, trabajando en moda y marketing.
Leticia la describe como su mayor orgullo, una mujer fuerte y resiliente, pero admite que aún carga con la sensación de no haber sabido amar “en voz alta”.
Hoy, a los 70 años, Leticia sigue trabajando en proyectos selectos como “Papás por conveniencia” y “Marea de pasiones”, pero vive con una discreción férrea.
No habla de parejas, no persigue titulares.
Sabe que su nombre aún circula por redes, a veces asociado a esa vieja foto, a veces a homenajes sinceros de nuevas generaciones que descubren sus películas.
Ella responde con gratitud, pero con la claridad de quien ya no se deja definir por una imagen congelada en el tiempo.
Su historia es la de una mujer que vivió en carne propia el precio de la visibilidad femenina: admirada, deseada, malinterpretada y, al final, apartada por un sistema que siempre espera la novedad.
Leticia eligió resistir de otra forma: manteniéndose activa, enseñando actuación a jóvenes, participando en campañas de lectura, y recordando que, para ella, el oficio siempre estuvo por encima de la fama.
En sus palabras se percibe una mezcla de orgullo y melancolía.
Orgullo por no haber cedido a los escándalos ni a las tentaciones fáciles de una carrera rápida; melancolía porque sabe que, para muchos, su nombre seguirá atado a un instante de juventud en vez de a una vida
entera de trabajo.
Pero quizás eso ya no le duele como antes.
Ahora entiende que, incluso si el mundo recuerda la camiseta mojada antes que los diálogos que memorizó, lo importante es que su hija —esa por la que sacrificó todo— pueda mirar atrás y reconocer el amor que,
aunque callado, siempre estuvo ahí.
Leticia Perdigón no es solo un rostro del pasado.
Es el ejemplo de que detrás de cada foto icónica hay una vida compleja, con logros y heridas, con risas y silencios.
Una vida que, a pesar de las sombras, sigue en pie, con la misma dignidad con la que, hace casi medio siglo, decidió que lo más importante no era provocar miradas… sino merecer respeto.