El día que el Enmascarado de Plata mostró su rostro… y diez días después murió

⚰️🥊 El día que el Enmascarado de Plata mostró su rostro… y diez días después murió

A 37 años de la muerte de El Santo, el enigmático luchador que ocultó su  identidad hasta su muerte - Infobae

Antes de ser El Santo, Rodolfo Guzmán Huerta fue un niño de Tulancingo, Hidalgo, nacido en 1917, el quinto de siete hermanos en una familia que apenas sobrevivía a las secuelas de la Revolución Mexicana.

Su infancia fue un manual de resistencia: venta de periódicos en esquinas, trabajos en fábricas textiles y hambre compartida en una vecindad de Tepito llamada La Covadonga.

Allí, entre calles duras y techos estrechos, descubrió el gusto por el deporte y la pelea.

El shushitsu y la lucha grecorromana se convirtieron en su vía de escape, hasta que una tragedia marcó su destino: su hermano Jesús, conocido como Pantera Negra, murió colapsado en pleno combate.

El dolor llevó a su padre a prohibir la lucha libre en la familia.

Pero Rodolfo no podía renunciar.

Volvió al ring, ocultando su nombre, hasta que en 1942, bajo la guía de Jesús Lomelí, nació El Santo.

La máscara plateada y un debut brutal contra Lobo Negro lo posicionaron como rudo temible.

Fracturó el brazo de Rudy Romero, arrancó abucheos y ganó fama.

En 1943 conquistó su primer trofeo y, poco después, un cómic semanal lo transformó de villano a héroe.

“Fueron los niños quienes me hicieron cambiar”, diría años más tarde.

Su imagen se volvió intocable: en la Arena México, en cómics, y pronto en el cine.

Su rivalidad con Blue Demon se convirtió en un clásico.

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La derrota ante él tras desenmascarar a Black Shadow fue leyenda.

Y aunque no era el más técnico —Gory Guerrero tenía esa corona—, su carisma y presencia bastaban para llenar arenas.

La máscara se volvió parte de su piel.

Tenía versiones especiales para comer, viajaba evitando cualquier situación que lo obligara a quitársela y ni en casa sus hijos podían tocarla.

Para el pueblo, El Santo no era Rodolfo: era El Santo siempre.

Entre 1958 y 1982 filmó 53 películas, luchando contra zombies, vampiros, extraterrestres y momias.

Santo contra las mujeres vampiro y Las momias de Guanajuato se volvieron fenómenos culturales.

Su cine era grito de barrio y fantasía colectiva.

Pero en los 70 la fórmula se desgastó y las artes marciales asiáticas comenzaron a desplazar al luchador enmascarado.

Su retiro en septiembre de 1982 fue digno: múltiples despedidas, la última junto a su hijo Jorge, ya enmascarado como El Hijo del Santo, asegurando que el legado continuaría.

En su vida personal, estuvo casado desde 1941 con María de los Ángeles “Maruca” Rodríguez Montaño, con quien tuvo diez hijos.

Maruca fue su ancla hasta su muerte en 1981, un golpe que dejó a Rodolfo más callado, más inclinado a pensar en el retiro.

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Pero la verdadera sorpresa llegaría después.

El 26 de enero de 1984, sentado frente a Jacobo Zabludovsky en el programa Contrapunto, El Santo hizo lo impensable: levantó su máscara en televisión en vivo, mostrando parte de su rostro.

Fue un instante breve, casi un susurro visual, pero cargado de simbolismo.

Para muchos, era su forma de despedirse.

Diez días después, el 5 de febrero de 1984, tras una función en el Teatro Blanquita, sufrió un infarto fulminante.

Tenía 66 años.

La noticia paralizó México.

Más de 10,000 personas asistieron a su funeral; luchadores como Blue Demon y Mil Máscaras cargaron su féretro.

El pueblo tardó horas en permitir que su ataúd llegara al coche fúnebre.

Por voluntad propia, fue enterrado con su máscara en el Panteón Mausoleos del Ángel.

En su tumba, no hay foto ni nombre completo: solo la máscara de plata, el símbolo que nunca traicionó.

Pero incluso después de muerto, la polémica lo alcanzó.

Santo: la leyenda del enmascarado de plata

En 1999, la revista Somos publicó fotos sin máscara, filtradas por uno de sus hijos.

La indignación del Hijo del Santo fue inmediata; habló de acciones legales y de traición a la memoria.

El debate sobre la privacidad y el respeto a su legado volvió a encenderse.

El Santo había derrotado cientos de rivales, pero su victoria más grande fue convencer a millones de que un hombre podía ser héroe toda su vida.

En la calle, en la pantalla y en la imaginación popular, su máscara no era disfraz: era un juramento.

Su vida fue un puente entre la miseria de Tepito y la gloria eterna, entre el anonimato de Rodolfo y la inmortalidad del Enmascarado de Plata.

Y su muerte, tan cercana a ese único gesto de mostrar su rostro, fue como el cierre calculado de un guion que él mismo escribió con disciplina y silencio.

El Santo no perdió su última lucha: decidió cómo y cuándo despedirse.

Y lo hizo con la máscara puesta.

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