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El Telescopio Espacial James Webb es la herramienta más poderosa jamás creada para observar el universo.
Con su espejo primario de 6,5 metros recubierto de oro y su capacidad para detectar luz infrarroja extremadamente débil, el Webb no solo observa estrellas y galaxias, sino que penetra regiones ocultas por polvo cósmico y mira hacia épocas en las que el universo apenas estaba naciendo.
Desde su entrada en operación, el James Webb ha cambiado radicalmente nuestra visión del cosmos primitivo.
Ha detectado galaxias masivas donde no deberían existir, estrellas formándose demasiado pronto… y ahora, agujeros negros gigantes en una época en la que, según todas las teorías, simplemente no tendrían tiempo de haberse formado.
Aquí es donde nace la confusión —y el asombro—.
El Webb no ha tomado una imagen directa del interior de un agujero negro, porque eso es físicamente imposible: nada, ni siquiera la luz, puede escapar del horizonte de eventos.
Pero lo que sí ha capturado son las observaciones más cercanas jamás obtenidas de los entornos inmediatos de estos monstruos cósmicos, regiones donde el espacio-tiempo está tan deformado que actúa como una frontera entre lo comprensible y lo desconocido.
Los agujeros negros son invisibles por definición.
No emiten luz.
Lo que vemos son sus efectos: discos de acreción incandescentes, chorros relativistas que se extienden miles de años luz y una curvatura extrema del espacio que delata su presencia.
En algunos casos, estos discos brillan tanto como galaxias enteras, convirtiendo al agujero negro en uno de los objetos más luminosos del universo… justo antes de tragarse todo.

Uno de los descubrimientos más impactantes del James Webb fue la detección de agujeros negros supermasivos que existían cuando el universo tenía apenas unos cientos de millones de años.
Uno de ellos, observado a más de 13 mil millones de años luz, posee una masa superior a mil millones de veces la del Sol.
Esto representa un problema devastador para la cosmología actual.
Según los modelos clásicos, los agujeros negros nacen del colapso de estrellas masivas y crecen lentamente, devorando materia o fusionándose con otros agujeros negros.
Pero en el universo joven no había tiempo suficiente para que estos procesos ocurrieran a tal escala.
Y sin embargo, ahí están.
Esto ha obligado a los científicos a considerar escenarios extremos: agujeros negros primordiales formados directamente del colapso de enormes nubes de gas, sin pasar por la fase estelar; o procesos físicos desconocidos que aceleraron su crecimiento a velocidades imposibles según nuestras leyes actuales.
El James Webb ha permitido estudiar con un nivel de detalle sin precedentes los discos de acreción que rodean a estos agujeros negros antiguos.
Analizando la luz infrarroja emitida por el gas al caer, los astrónomos pueden medir temperaturas, velocidades y composiciones químicas.
Estos datos actúan como una especie de “eco” de lo que ocurre más allá del horizonte de eventos.
Y es aquí donde surge la parte más inquietante.
Las observaciones sugieren comportamientos energéticos que no encajan del todo con los modelos tradicionales de la relatividad general.
No es que Einstein esté equivocado, pero podría estar incompleto cuando se trata de describir lo que ocurre en los límites absolutos de la realidad.
Además, el Webb ha observado potentes chorros de energía expulsados desde las cercanías de agujeros negros supermasivos en galaxias tempranas.
Estos chorros, capaces de atravesar galaxias enteras, influyen en la formación de estrellas, alteran la química galáctica y pueden incluso apagar el nacimiento de nuevas estrellas.
En otras palabras, los agujeros negros no solo destruyen: también moldean el universo.
Otro fenómeno clave es el efecto de lente gravitacional.
La masa extrema de los agujeros negros curva el espacio-tiempo de tal forma que actúa como una lupa cósmica, amplificando la luz de objetos aún más lejanos.
Gracias a este efecto, el James Webb ha logrado observar algunas de las estrellas más antiguas jamás vistas, cuya luz habría sido imposible de detectar sin esta distorsión.
Esto ha llevado a una idea audaz: utilizar deliberadamente regiones dominadas por agujeros negros como instrumentos naturales para observar el universo primitivo.
En lugar de ser solo destructores cósmicos, estos objetos podrían convertirse en herramientas para explorar épocas aún más profundas del tiempo.
Entonces, ¿qué sabemos realmente sobre el “interior” de un agujero negro? No lo hemos visto, pero las matemáticas indican que en su centro existe una singularidad: un punto donde la densidad es infinita y las leyes de la física dejan de funcionar.
El James Webb no puede observar esa región, pero al estudiar cómo la materia y la energía se comportan justo antes de cruzar el horizonte de eventos, los científicos están obteniendo pistas indirectas sobre su naturaleza.
Cada nueva observación del Webb reduce el espacio entre la teoría y lo desconocido.
Nos acerca a una posible unión entre la relatividad general y la mecánica cuántica, el gran sueño inconcluso de la física moderna.
Los agujeros negros podrían ser la clave para entender cómo funciona realmente el universo en sus niveles más profundos.
El James Webb no ha mostrado el interior de un agujero negro… pero ha hecho algo quizás más peligroso: ha demostrado que nuestras certezas eran frágiles.
Y cuando la ciencia se acerca tanto al borde del abismo, la pregunta ya no es qué veremos después, sino si estamos preparados para aceptar la respuesta.