El Telescopio Espacial James Webb es, sin exagerar, el instrumento más poderoso jamás construido para explorar el universo.
Situado a más de un millón y medio de kilómetros de la Tierra, en el punto de equilibrio gravitacional conocido como L2, su misión es mirar más lejos en el espacio… y más atrás en el tiempo.
Gracias a su sensibilidad en el infrarrojo, el Webb puede analizar atmósferas de exoplanetas, estudiar galaxias primordiales y detectar señales extremadamente débiles que antes eran invisibles.
En ese contexto surge una de las hipótesis más perturbadoras de los últimos años: la posibilidad de detectar iluminación artificial en mundos cercanos.
No luces vistas directamente como ciudades brillando, sino firmas luminosas anómalas, patrones energéticos que no encajan fácilmente con procesos naturales conocidos.
El epicentro de esta especulación es Próxima Centauri, la estrella más cercana al Sol, ubicada a poco más de cuatro años luz.
Orbitando a esta estrella enana roja se encuentra Próxima B, un planeta rocoso con una masa similar a la de la Tierra y situado dentro de la llamada zona habitable, donde el agua líquida podría existir.
Esta sola condición ya lo convirtió en uno de los objetivos más estudiados de la astronomía moderna.
Sin embargo, Próxima B también es un mundo extremo.
Su estrella es inestable, propensa a violentas erupciones que emiten radiación ultravioleta y rayos X.
Además, el planeta probablemente está bloqueado por marea: un lado permanece en día eterno, mientras el otro vive en una noche perpetua.
En apariencia, un infierno poco propicio para la vida tal como la conocemos.
Y aun así, algunos modelos teóricos plantean algo inquietante.
Si una civilización avanzada existiera en un planeta así, podría haber desarrollado soluciones tecnológicas radicales.
Una de las ideas más discutidas es la de enormes infraestructuras energéticas en el lado diurno, como paneles solares a escala planetaria, capaces de recolectar energía estelar y redistribuirla al hemisferio nocturno.
Este tipo de ingeniería, aunque hoy suena a ciencia ficción, produciría firmas térmicas e infrarrojas inusuales.
Aquí es donde entra el James Webb.
Su capacidad para detectar diferencias extremadamente sutiles en longitudes de onda infrarrojas permite a los astrónomos estudiar variaciones de temperatura entre el lado diurno y nocturno de un planeta.
Si esas variaciones no encajan con modelos atmosféricos naturales, surge la pregunta inevitable: ¿qué más podría estar ocurriendo?
Es importante ser claros.
La NASA no ha confirmado la detección directa de “luces urbanas”.
No hay un anuncio oficial que declare la existencia de ciudades extraterrestres.
Lo que existe es algo más inquietante y, para muchos científicos, más fascinante: la posibilidad teórica de que el Webb sea capaz de detectar iluminación artificial si esta fuera lo suficientemente extensa y energéticamente intensa, incluso a distancias de varios años luz.
A esto se suma otro elemento explosivo: los llamados tecnomarcadores.
A diferencia de las biofirmas, que buscan señales químicas asociadas a la vida, los tecnomarcadores apuntan a rastros de tecnología.
Moléculas industriales como los clorofluorocarbonos, imposibles de producir de forma natural en grandes cantidades, serían una señal casi inequívoca de actividad tecnológica.
El James Webb, en teoría, podría detectar ciertos compuestos artificiales en atmósferas exoplanetarias.
La idea de luces artificiales no es nueva.
Desde hace años, científicos han propuesto que una civilización avanzada podría iluminar su lado nocturno por necesidad, especialmente en un planeta bloqueado por marea como Próxima B.
Esa iluminación alteraría el perfil térmico del planeta, generando un brillo infrarrojo anómalo que destacaría frente a la oscuridad cósmica.
El problema es separar lo extraordinario de lo natural.
Próxima Centauri es una estrella caótica.
Sus erupciones pueden calentar la atmósfera del planeta, producir emisiones irregulares y generar señales que imiten procesos artificiales.
Por eso, cada dato debe ser analizado con extremo cuidado.
La historia de la astronomía está llena de falsos positivos que, en su momento, parecían revolucionarios.
Aun así, el simple hecho de que hoy podamos plantear seriamente esta posibilidad marca un antes y un después.
Hace solo unas décadas, ni siquiera conocíamos planetas fuera del sistema solar.
Hoy, se han confirmado más de cuatro mil exoplanetas, y los científicos sospechan que existen trillones en la galaxia.
Mundos rocosos, océanos ocultos, atmósferas densas y escenarios que desafían nuestra imaginación.
El James Webb no está solo en esta búsqueda.
En los próximos años entrarán en funcionamiento telescopios gigantes desde la Tierra, como el Extremely Large Telescope, capaces de analizar con mayor precisión la luz reflejada por exoplanetas cercanos.
La combinación de estos instrumentos permitirá distinguir mejor entre procesos geológicos, químicos… y algo potencialmente más inquietante.
Por ahora, Próxima B sigue siendo un misterio.
Un mundo cercano, hostil, pero intrigante.
Un planeta donde, bajo ciertas interpretaciones, podría existir una señal que no encaja del todo con la naturaleza.
No una prueba definitiva.
No una confirmación.
Pero sí una grieta en nuestra certeza de estar solos.
Tal vez no sean ciudades.
Tal vez no sea vida inteligente.
O tal vez estemos presenciando los primeros indicios de que el universo no es un lugar silencioso y vacío, sino un escenario donde otras inteligencias también luchan contra la oscuridad.
La pregunta ya no es si podremos mirar más lejos.
La verdadera pregunta es si estamos preparados para entender lo que podríamos encontrar.
