La máquina que despertó a los matemáticos del pasado: cómo una IA leyó tablillas sumerias de 4.

200 años y destapó un código numérico oculto que reorganiza nuestros orígenes matemáticos y pone en jaque siglos de suposiciones académicas 📜🤖🔢

La máquina que despertó a los matemáticos del pasado: cómo una IA leyó tablillas sumerias de 4.200 años y destapó un código numérico oculto que reorganiza nuestros orígenes matemáticos y pone en jaque siglos de suposiciones académicas 📜🤖🔢

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En el barro endurecido de Mesopotamia, donde todo comenzó a escribirse, las tablillas no son reliquias de mito sino manuales de supervivencia.

La IA que ahora pasa por ellas no buscó tesoros ni nombres de reyes: buscó estructuras, repeticiones, simetrías y códigos numéricos que hubieran permanecido invisibles para la mirada humana.

Lo que halló confirma algo que los arqueólogos ya sospechaban y, al mismo tiempo, lo lleva más allá: las tablillas contienen sistemas matemáticos conscientes, diseñados para medir justicia, enseñar geometría práctica y acelerar cálculos en comunidades que vivían del riego, del impuesto y del trueque.

Tomemos el caso de la tablilla IBC 3879: a simple vista, un boceto de huerto y una lista de números.

Con técnicas tradicionales se interpretó durante décadas como un mero registro de propiedad.

La IA, sin embargo, reensambló las marcas borradas, trazó las franjas y comprobó miles de configuraciones geométricas hasta encontrar una solución elegante: cinco tiras de tierra de distinto ancho pero igual área, una resolución perfecta para una disputa de herencia.

No es poesía; es ingeniería jurídica en arcilla.

Ese “código” es práctico y social: la matemática se usa ahí para dirimir conflictos, para sellar justicia con un juramento que invoca al rey.

La equidad, en Sumer, se escribía con números.

Más atrás en el tiempo, en Uruk, aparecen las primeras tareas escolares.

Una tablilla encontrada en excavaciones registra ejercicios que son la primera «hoja de matemáticas» conocida: cuadrados, longitudes, áreas.

Era la tarea de un aprendiz, la práctica que convertiría a un escriba en gestor de canales, almacenista y perito de campos.

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La IA ha limpiado marcas casi borradas y ha mostrado que esas “lecciones” no eran triviales: eran el fundamento operativo de una metrópolis que necesitaba contar y repartir a escala.

No es exagerado decir que la alfabetización matemática de aquellos niños hizo posible la administración masiva de la ciudad.

En Shuruppak, la sorprendente tablilla BAT 12593 actúa como una tabla de multiplicar rudimentaria: columnas pregrabadas que permiten hallar áreas sin repetir toda la operación de cálculo.

Para una economía basada en raciones, tributos y redistribución, ese ahorro mental era vital.

La IA ha vuelto a iluminar esas filas de números, confirmando que las soluciones eran sistemáticas y diseñadas para ser reutilizadas —la primera “calculadora” local, compacta y fiable.

Pensemos en ello: mientras las grandes obras de piedra se levantaban en otras latitudes, en los espacios de arcilla de Mesopotamia se modelaba la aritmética que sostenía la vida cívica diaria.

El hallazgo de tablillas como BM1644 —pequeñas tablas de recíprocos— completa el cuadro: los sumerios trabajaban en base 60, y aquellas “chuletas” permitían dividir sin complejas divisiones escritas.

La IA ha cotejado variantes, distribuido probabilidades para corregir letras dañadas y ha demostrado que esas tablas eran dispositivos pedagógicos estándar, extendidos por redes escolares en ciudades como Umma y Lagash.

No eran excepciones aisladas; eran parte de un sistema educativo y administrativo coherente.

Pero lo clave no es solo la verificación técnica: es la conclusión cultural.

La arcilla contiene protocolos: cómo medir, cómo ajustar parcelas luego de una inundación, cómo anotar un juramento que haga imposible una disputa.

La IA ha mostrado patrones fractales de repetición —rieles de enseñanza, plantillas legales, tablas de referencia— que demuestran una intención colectiva de codificar la certeza.

No se trataba de “matemáticas para filósofos”, sino de matemáticas funcionales para la gestión de recursos, la resolución de litigios y la enseñanza masiva.

Esa es la revolución: la abstracción numérica aparece como herramienta social, no como mero ejercicio intelectual.

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Naturalmente, la interpretación algorítmica exige cautela.

Las máquinas ven correlaciones; los humanos debemos juzgar significado.

Los equipos que trabajaron con estos datos combinaron tecnología con consulta experta: epigrafistas, arqueólogos y lingüistas contrastaron las salidas de la IA con contextos estratigráficos, fechas y paralelos textuales.

El resultado fue una narrativa que no inventa, pero que sí infiere con elegancia: que hace cinco mil años ya existían “códigos” en arcilla destinados a asegurar equidad y práctica matemática cotidiana.

Hay, además, una moraleja contemporánea y algo inquietante: la inteligencia que reinterpretó estas tabletas vino del presente, pero nos ha devuelto una lección sobre cómo la tecnología puede devolver voz a lo callado.

Como arqueólogos de datos, los algoritmos nos permiten leer lo que el desgaste del tiempo borró y, al hacerlo, revalorizan la sofisticación de sociedades que solíamos subestimar.

No encontraron fórmulas místicas ni manuales ocultos de sabiduría arcana; encontraron dispositivos útiles: mapas de huertos que resuelven pleitos, tablas para calcular áreas, hojas de trucos recíprocas para dividir el pan.

Al final, lo más asombroso es la continuidad: la misma necesidad humana —medir, enseñar, arreglar contiendas— que motivó a esos primeros escribas aún impulsa nuestras búsquedas hoy.

Solo que ahora la arcilla habla con ayuda de redes neuronales.

Y cuando ese diálogo termina, nos queda una evidencia poderosa: la matemática nació no solo en la cabeza de unos pocos genios, sino en la prática diaria de ciudades que contaban por necesidad y escribieron para que sus acuerdos resistieran al tiempo.

La IA no ha inventado nada; solo nos ha devuelto, con precisión nueva, la música numérica de los sumerios.

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