Jorge Rivero, uno de los galanes más emblemáticos del cine mexicano, ha vivido una vida digna de las películas que protagonizó.
Nacido el 15 de junio de 1938 en Guadalajara, Jalisco, su nombre real es Jorge Pous Rosas.
A lo largo de más de cinco décadas de trayectoria artística, Rivero conquistó tanto al público nacional como al internacional con su físico imponente, su carisma natural y una versatilidad actoral que lo llevó desde las arenas del cine de luchadores hasta las grandes producciones de Hollywood.
Sin embargo, detrás del brillo y el aplauso, su historia también está marcada por momentos de dolor, decisiones difíciles y una búsqueda constante de equilibrio personal.
Desde muy joven, Jorge demostró una fuerte inclinación por el deporte, en especial por el físicoculturismo.
Su disciplina y constancia le permitieron forjar una figura atlética que sería su carta de presentación en el mundo del espectáculo.
Aunque por insistencia de su familia cursó la carrera de ingeniería química, nunca ejerció profesionalmente.
El cine, la actuación y la vida artística eran su verdadero sueño.
Su formación en un colegio jesuita y una etapa en una academia militar le dejaron huellas profundas en su personalidad: determinación férrea, responsabilidad y un sentido del deber que aplicó a su carrera.
Su entrada al mundo del cine se dio en la década de los 60, cuando el auge de las películas de luchadores dominaba la pantalla grande mexicana.
Su primer papel importante fue en “El asesino invisible” (1964), donde interpretó a un luchador enmascarado.
Fue ese físico trabajado, junto con una expresión sobria pero carismática, lo que le abrió las puertas a personajes de acción.
La verdadera consagración llegaría poco después con títulos como “El mexicano” (1966) y, sobre todo, con sus colaboraciones junto a El Santo, el enmascarado de plata, ícono absoluto de la cultura popular mexicana.
Películas como “El tesoro de Moctezuma” o “Operación 67” los convirtieron en una dupla legendaria, apreciada por generaciones de cinéfilos.
Rivero supo capitalizar ese éxito local para proyectarse internacionalmente.
En los años 70, logró cruzar las fronteras del cine mexicano y llegar a Hollywood, donde participó en películas junto a figuras del calibre de Charlton Heston y John Wayne.
Su papel como un indio Cheyenne en “El soldado azul” (1970), una cinta antibélica que generó polémica y atención en su momento, lo mostró como un actor con potencial dramático más allá del estereotipo del galán musculoso.
Aunque su paso por la meca del cine fue relativamente corto, dejó una huella imborrable como uno de los pocos actores mexicanos que logró figurar en ese mercado en esa época.
A pesar de sus logros profesionales, la vida personal de Jorge Rivero no ha sido ajena a las sombras.
Uno de los capítulos más tristes de su vida fue su relación con la actriz española Sandra Mozarovski, quien falleció en 1977 en circunstancias que aún generan controversia y especulación.
Aunque nunca se confirmó oficialmente, muchos medios apuntaron a una posible relación sentimental entre ambos.
La muerte trágica de Sandra impactó profundamente a Rivero, dejándole una herida emocional que, según allegados, nunca terminó de sanar.
En el terreno familiar, Rivero se casó muy joven, a los 21 años, con Irene Janner, con quien tuvo dos hijos.
Tras su divorcio, mantuvo relaciones sentimentales con varias mujeres del medio artístico, destacando especialmente su vínculo con la actriz colombiana Amparo Grisales, quien años más tarde lo definiría como “el gran amor de su vida”.
A pesar de haber sido siempre reservado en cuanto a su vida privada, su imagen de galán romántico trascendió la pantalla y se convirtió en parte de su leyenda.
Con el paso del tiempo, Jorge Rivero fue alejándose de los reflectores.
Aunque nunca anunció un retiro oficial, comenzó a rechazar ofertas de actuación y optó por una vida más tranquila, centrada en otros intereses.
Actualmente, reside en Los Ángeles, California, donde ha encontrado en el negocio de los bienes raíces una nueva pasión.
Conserva una residencia decorada con recuerdos de sus años en el cine: afiches, fotografías, premios y objetos de rodaje que atestiguan una vida entregada al arte.
A sus más de 80 años, Rivero conserva gran parte de su vigor físico gracias a una rutina de ejercicios constante y una vida alejada de excesos.
A diferencia de muchas estrellas que recurren a procedimientos estéticos para mantenerse jóvenes, él ha optado por el envejecimiento natural, convencido de que cada arruga es una medalla de experiencia vivida.
Su filosofía de vida se basa en la disciplina, el respeto por sí mismo y la lealtad a sus principios, valores que lo han mantenido en pie incluso en los momentos más complicados.
El legado de Jorge Rivero va mucho más allá de los personajes que interpretó.
Es un símbolo de una época dorada del cine mexicano, un referente para actores que, como él, sueñan con trascender fronteras sin perder su identidad.
Su vida es también una lección sobre la perseverancia, la dignidad y la capacidad de reinventarse.
Aunque ya no se le ve en las alfombras rojas ni en las portadas de revistas, su figura sigue viva en la memoria de quienes lo vieron brillar y lo siguen admirando.
En un mundo donde la fama suele ser efímera, Jorge Rivero se mantiene como un ejemplo de permanencia.
Su historia —con sus luces y sus sombras— es la de un hombre que vivió intensamente, que se enamoró, que sufrió pérdidas y que supo retirarse con elegancia, sin renunciar nunca a sus valores.
Un verdadero galán, dentro y fuera de la pantalla.
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